Por: Alejandra González
Fotos: Alan Carranza

El eco vacío de los golpes retumba contra las paredes de láminas —negras y grafiteadas—, como si el metal se hubiera convertido en el cómplice de la furia contenida en cada golpe; golpes que resuenan graves y toscos como martillazos contra la tierra apisonada de una tumba.

Es mediodía en el gimnasio de boxeo Cloroformo, en Tepito —un lugar tan violentamente elegante como su nombre— y el aire está cargado de un calor espeso que no le concede treguas a sus gladiadores. La acidez del cuero fatigado de los guantes se funde con la aspereza curtida de los costales reventados y el salitre que emanan los cuerpos en faena.

Cuerpos hechos de músculos tensos como cuerdas viejas, que aprendieron demasiado pronto que en este barrio se golpea o se pierde. En Tepito los hombres nacen condenados a pelear: contra el hambre, contra la calle, contra sí mismos, contra el destino que quiere tragárselos en cualquier esquina, disfrazado de narco o de sicario, con la promesa fácil del dinero rápido y la muerte todavía más.

Aquí los hombres nacen destinados a la fatalidad de la fuerza bruta. “Tienes que aprender a defenderte. Es una necesidad por la población en la que vivimos, que es vulnerable”, advierte Wil Pérez, boxeador y psicólogo deportivo, nacido y criado en el barrio, que esta tarde, como muchas, se pasea por el gimnasio.

Y como consecuencia de sí mismo, de sus propias entrañas brotó una escuela de resistencia. El barrio bravo parió boxeadores. Basta caminar sus callejones, oler el sudor añejo de sus vecindades para darse cuenta de que aquí la vida es un combate perpetuo, un ring sin esquinas donde cada jornada exige la guardia alta y el mentón erguido.

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Cara a Cara Los jóvenes heredan la fiereza del barrio, un territorio entre cuerdas donde la supervivencia se compra a golpes.

En medio de esa escenografía brutal nació Joseph Nolasco, de trece años, boxeador y comerciante, dueño de una mirada tan severa que resulta insólita para un niño de su edad y una voz que todavía se quiebra entre la niñez y la adolescencia.

Hijo de un boxeador que nunca cruzó el umbral de la gloria, Joseph aprendió a dar golpes antes de saber multiplicar. Lo llevaron a un gimnasio cuando apenas alcanzaba el ring con la punta de los dedos, y ahí se quedó, respirando el olor metálico de la sangre seca y el cloro del agua rancia con la que trapean el piso después de cada sesión.

Dice que su padre, Daniel Nolasco, fue su inspiración, que lo miraba entrenar y lo imaginaba como héroe. “Yo vi a mi papá como una inspiración y aparte me gustó el boxeo. Me gustó aprender, me gustó pelear. Me empezó a interesar como a los 5 años pero todavía no me querían aceptar y empecé a entrenar a los 6”, relata Nolasco, que vivió sus primeros acercamientos al box en el Deportivo Maracaná, el viejo y solemne gimnasio que late con la sangre de sus peleadores en el corazón del barrio bravo.

Pero en Tepito la inspiración se puede mezclar con la supervivencia: o aprendes a boxear o aprendes a correr. Y las dos cosas suelen servir para lo mismo.

El barrio es un ring interminable. Los golpes de la vida llegan antes que los sueños, y cada esquina tiene su propio réferi invisible que decide quién gana y quién sangra. Joseph asegura que se puede sobrellevar si uno se enfoca en estudiar, en entrenar, en soñar con otro destino. Él, por ejemplo, quiere ser campeón mundial de boxeo y también policía de investigación, porque si algo le ha dejado el barrio es —irónicamente, además del box— una fascinación por las investigaciones, los crímenes y las armas.

Quiere seguir boxeando, eso sí. Aunque ya casi nadie lo haga, según sus propias conclusiones. “Se enfocan más en el futbol, porque se divierten, juegan…”, dice. Porque claro, no se puede jugar al boxear.

El joven boxeador nacido y criado en Tepito, reparte sus días entre la escuela, los entrenamientos y la ayuda ocasional en el modesto negocio familiar de la venta de toallas.

Su cotidianidad, sin embargo, convive con la crudeza del barrio. “Es pesado. Por donde vivo venden droga y encima me han ofrecido. También mis amigos me han ofrecido, pero si tú te enfocas en el deporte, tu vida, estudiar… puedes sobrellevar eso”, dice el admirador de Manny Pacquiao.

“Me he peleado muchas veces, porque hay gente que, como anda en malos pasos, cree que te vas a dejar. Hay veces que sí te tienes que dejar porque te pueden sacar un arma, te pueden hacer algo, pero tampoco hay que dejarse para que no sean abusivos”, advierte. Porque en Tepito crecer significa aprender a medir fuerzas y también decidir cuándo pelear y cuándo ceder.

En el ring se aprenden las leyes más crudas del barrio, ahí se disciplina la rabia, se fabrican las ilusiones de un futuro diferente.

Figura Joseph Nolasco es tres veces campeón de los Juegos de la Ciudad de México. Tiene manos rápidas y trabajadoras. Dos atributos que lo hacen destacar.

Alan Piña lo entendió temprano: el boxeo era la única forma de darle cauce a esa rebeldía que lo hacía buscar pleitos en la secundaria. Su padre, hombre de barrio, le advirtió que si no aprendía a defenderse, la vida lo iba a doblar de un golpe. Por eso entró al gimnasio a los dieciséis años. “Es bravo, es bravo”, admite cuando le pregunto por el estereotipo de Tepito. “La vida es dura, y muchos ya crecen así, fuertes”, sentencia.

A Tepito también arriban los de afuera, los que han oído la leyenda de un barrio donde la vida se juega a puño limpio y cuya fama feroz antecede a sus calles. “Yo no soy de aquí, pero me jalé para acá porque sé de la fama y sé del apoyo” —confiesa Piña, originario del barrio 20 de Noviembre—. “La mayoría de los boxeadores de Tepito que he visto son muy aferrados. Los que he enfrentado no han tenido demasiada técnica, pero tienen mucho corazón. Son muy aguerridos”, dice.

Pero esa misma bravura que atrae a los forasteros también convive con un veneno silencioso, dice Alan: el boxeo ya no siempre pertenece al que carga con la urgencia de sobrevivir al hambre y a las calles; ahora también lo practican los muchachos de apellidos largos y bolsillos llenos que llegan al ring por capricho. Piña atestigua desconfiado cómo el deporte que es la única alternativa para sobrevivir al barrio empieza a volverse una vitrina de lujos prestados. "Se está volviendo para la gente adinerada — dice con el ceño fruncido — son riquillos que no tienen la necesidad de pelear, y pues les consiguen... les consiguen peleas muy fáciles", denuncia.

En Tepito, el boxeo siempre fue asunto de hambre. Los muchachos del barrio se calzaban los guantes porque no había otro modo de esquivar la condena de las calles, en un intento desesperado de arrancarle al destino una salida menos hostil. Se peleaba para que la mesa tuviera comida, para que la renta no apretara el cuello, para no terminar cargando costales en La Merced como sus padres.

Raúl Ratón Macías, hijo ilustre e histórico de Tepito, encarnó ese destino

A unas pocas calles del Gimnasio Cloroformo, en el número 139 de la calle Granaditas, metido en el diminuto cuarto número 19 de la vecindad, a mediados del siglo pasado vivió su infancia El Ratón.

La miseria que lo acompañó desde niño lo empujó a ganarse unas monedas como bolero en los Baños Granaditas y a veces también como mandadero. El barrio lo vio crecer con hambre y anhelos. Quiso ser futbolista hasta que Pepe Hernández y ‘El Negro’ Pérez, que se convertirían en sus entrenadores, le dieron unos guantes y lo aventaron al ring.

Cuentan los testigos de aquellos años que Tepito se desbordaba para ver pelear al Ratón, que a los 21 años, en 1955, se convirtió en campeón mundial de peso gallo de la Asociación Nacional de Boxeo (ANB). El barrio lo adoraba porque encarnaba la promesa cumplida.

No fue el único. Después del ‘Ratón’ —e incluso antes— Tepito alumbró otras leyendas que convirtieron sus calles en semillero de campeones.

También hubo personajes entrañables del boxeo que, sin ceñirse la corona mundial, se alzaron como verdaderos ídolos del pueblo. José ‘Huitlacoche’ Medel, vendedor de limones y gladiador aguerrido, fue uno de ellos. “Por lo que me platican mis tíos, la gente del deporte, del barrio y mi papá —que en paz y descanse— se paralizaba el barrio cuando José Medel peleaba. Aquella pelea con el Toluco López fue impresionante. Hubo más de 50 mil personas si no mal recuerdo”, dice Pérez.

En aquellos días la calle aún respetaba el pacto silencioso de los puños. "Era una época muy bonita, no como ahora que los jóvenes en lugar de fajarse, llaman la banda o sacan la pistola para tirotearte. Antes todo se ganaba a puño limpio", le dijo el ‘Ratón’ Macías a La Prensa el 24 de septiembre de 1995. Hasta los más duros guardaban con caballerosidad —si es, acaso, la palabra correcta—, las armas bajo el pantalón.

Pero el tiempo torció el destino.

“De aquella época Tepito ya no conserva nada”, le dijo el Ratón al diario. “Todo ha cambiado por por culpa de esa bola de gentes que llevaron la fayuca y cambiaron de todo y por todo; llegaron otras ideas que sepultaron a mi viejo barrio, que era cuna de valientes; llegaron con su poderío económico a comprar todo, pero lo único que no pudieron adquirir fue el alma, la esencia de Tepito; esa nunca la podrán comprar por más dinero que se tenga", sentenció el histórico púgil.

La épica del boxeo como una forma de huir de la pobreza fue desplazado por un atajo más siniestro y rentable: el narcotráfico. “Hay mucha hambre, hay dificultad, pero de alguna manera ya es un poquito más fácil obtener un recurso si vendes fayuca o cualquier cosa. Tampoco podemos negar el tema del tráfico”, explica Pérez, cronista del barrio.

En el barrio, trabajar para el narco ofrecía una recompensa inmediata: “Desgraciadamente las cosas más arriesgadas o delictivas son muy fáciles de adquirir. Te ven y te dicen ‘te vas a ganar tres mil pesos’ y pues uno se deslumbra. Aquí hay necesidades y a veces no hay trabajo; y si hay es trabajo mal pagado”, explica recostada en las cuerdas del ring Guadalupe “la Panterita” Lincer, entrenadora de box del Deportivo Maracaná.

“Sí influye muchísimo la delincuencia, el narcotráfico y estas bandas delictivas porque saben cómo atrapar a la gente que necesita dinero; a la gente que necesita a lo mejor cariño o protección y pues se valen de eso, de artimañas para delinquir. Es un gran factor que nos ha robado muchos talentos”, se lamenta.

Y sin embargo, no todo está perdido.

Juan Pérez, el Güerito de Tepito, es hijo de estas calles, heredero de su bravura y uno de los rostros que anuncian el porvenir del boxeo en el barrio.

Empezó en el box por azar: durante un partido de futbol lo golpearon con impunidad, y sus padres decidieron inscribirlo en clases de defensa personal. Ese azar lo llevó al cuadrilátero, pero fue la disciplina la que lo ató para siempre al boxeo. Hoy, con apenas unos años de entrenamiento, se prepara para debutar en Arabia Saudita, en una cartelera compartida nada menos que con David Benavides. “Represento a Tepito para el mundo”, dice el joven de 16 años con una sonrisa encantadora.

Sparring El Güerito de Tepito es uno de los rostros jóvenes del barrio. En noviembre debutará en Arabia como profesional.

Valeria “La Flaquita” Pérez también encontró en el boxeo su refugio. Llegó al ring después de haber sufrido bullying en la primaria, después de que una compañera la arrojó por unas escaleras y la obligó a usar collarín durante un mes. Su primera elección fue el karate, donde alcanzó la cinta café, pero al final siguió el ejemplo de sus hermanos y se entregó al boxeo.

Hoy, a sus dieciséis años, está invicta en setenta y dos peleas y sentencia sin titubeos: “Quiero ser campeona mundial.” Su mayor combate, sin embargo, no es solo arriba del ring, sino contra los prejuicios que aún pesan sobre las mujeres boxeadoras.

“La verdad es que no apoyan mucho a las mujeres en los deportes porque dicen que es más de hombres. Pero siento que a veces las mujeres somos las que damos más espectáculo: somos más aguerridas, subimos al ring cuando estamos mal y seguimos haciendo lo que nos gusta.” Su voz, en medio del bullicio del gimnasio Arnold, resuena como un puñetazo contra siglos de prejuicio.

La Flaquita Pérez Con los guantes puestos, Valeria Pérez es invencible. Así ha sido durante las 72 peleas que ha disputado. A sus 16 años, la joven púgil se mantiene invicta.

El boxeo en Tepito no muere porque nunca deja de reinventarse. En los muros grafiteados del Cloroformo, en las luces de neón del Arnold, en el aire sofocante del Maracaná, se ensaya cada día la resurrección de un linaje.

“Aquí hay buenos prospectos, hay buenos boxeadores —asegura Miguel Mancera Delgado, entrenador del gimnasio Cloroformo—. Desgraciadamente ha habido incidencias que cambian el rumbo de muchas carreras, pero sigue habiendo el mismo talento, creo que hasta más. Antes no había tanta difusión del boxeo y ahorita hay muchísima”, dice entusiasmado.

Ese ímpetu se entrelaza hoy con iniciativas que buscan domesticar la bravura del barrio, conducirla por cauces más altos.

Entre ellas, programas de gobierno como el que encabeza Francisco “Bandido” Vargas, ex campeón mundial superpluma del Consejo Mundial de Boxeo, como maestro de box en el Bachillerato Tecnológico de Educación y Promoción Deportiva (BTED) Plantel Cuauhtémoc. “Los muchachos pueden estudiar su bachillerato y al mismo tiempo entrenar boxeo”, explica Vargas, quien entrena alrededor de 200 niños y jóvenes en el recinto. De esos al menos 30 pueden aspirar a una carrera profesional dentro del deporte.

“Estamos en el mero corazón de Tepito. Y nosotros le estamos echando muchas ganas para que alguno de los muchachos sea un boxeador destacado. Sabemos que hay chicos que tienen talento; sabemos que el mismo barrio hace que haya ese tipo de muchachos”, dice Vargas. “Sabemos que es un barrio duro, peligroso, y de gente trabajadora”, concluye.

"Lo importante es que la gente sepa que la verdadera pelea está abajo del ring, dándole la espalda a todo lo oscuro, sólo así podríamos encontrar al verdadero Tepito”, anhelaba el Ratón Macías en 1995.

Aquí, donde cada brazo cargó alguna vez pesos inhumanos y cada espalda se arqueó bajo montañas de fayuca, fue natural que los hombres hallarán en los guantes la prolongación de su destino. Durante décadas, el boxeo convirtió a Tepito en un emblema: la forma más pura y brutal de ganarse la vida, la violencia domesticada en asaltos, la miseria sublimada en dignidad.

Aquella estirpe parecía haberse extinguido, eclipsada por otros atajos más siniestros. Pero hoy, entre los muros grafiteados de los gimnasios y bajo la mirada de los viejos ídolos en el Maracaná, el barrio bravo vuelve a encender su linaje: el salvajismo más primitivo elevado de nuevo a estética, el boxeo renaciendo como la vieja y eterna identidad de Tepito.


Créditos

DISEÑO EDITORIAL Rodrigo Heredia / DISEÑO WEB Y ANIMACIÓN Salvador Buendía / EDICIÓN DE FOTOGRAFÍA Diego Alvarez Esquivel / COORDINACIÓN DE FOTOGRAFÍA Betina García