El efecto Trump en la globalización de la NFL

La NFL, la liga más expansionista de los circuitos profesionales en Estados Unidos, está lidiando con una circunstancia que ha menguado sus ánimos de internacionalización: la retórica pendenciera y nativista de Donald Trump.
Con una guerra comercial abierta—simbolizada por la amenaza constante del aumento a los aranceles— frente a Canadá y México, la NFL ha visto deteriorada su reputación como producto fundamentalmente estadounidense.
Las redadas en ciudades como Los Ángeles, con miles de personas de origen mexicano criminalizadas y perseguidas por el simple hecho de ser migrantes, y las desafortunadas declaraciones proferidas por Trump sobre Canadá, sugiriendo que debía convertirse en “el estado 51” de la Unión Americana, podrían debilitar la influencia de la NFL en sus mercados vecinos.
A reserva de conocer el impacto de este tipo de acciones mediante la asistencia a estadios y el nivel de implicación que desarrollen los casi 40 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos durante la temporada regular que se avecina —aunado a la interrupción de los partidos de NFL en México debido a las remodelaciones del Estadio Azteca—, en Canadá, como documentó The Athletic en un reportaje recientemente publicado, las tensiones no han tardado en manifestarse a partir de un aspecto concreto: la relación entre los equipos profesionales de la frontera norte (Bills, Seahawks y Lions) y su nutrida base de aficionados canadienses.
Pese a los recientes y entusiastas esfuerzos de Seattle por estrechas lazos con la provincia de Columbia Británica, cuyo centro neurálgico es Vancouver, y de Detroit por hacer lo propio con Windsor y London, en el sur de Ontario, el caso más emblemático es el de los Bills de Buffalo.
Con unos 8 mil ciudadanos canadienses como abonados del equipo y un intercambio cultural, social y económico que trasciende el aspecto meramente deportivo, Buffalo no se explica como franquicia sin Canadá. De hecho, Toronto, la metrópoli más vibrante y multicultural de todo el país, es un mercado sensiblemente más atractivo que el pequeño poblado septentrional de Orchard Park, la sede de los Bills en el estado de Nueva York, y que toda el área metropolitana de Buffalo-Niagara Falls.
Esto explica, en buena medida, la relación ambivalente entre Buffalo y Toronto. Por un lado es un territorio fértil para amasar fanáticos del otro lado de las cataratas del Niágara, pero, por otro, es una amenaza de seducción constante con miras a una posible mudanza.
En el último de varios intentos que llevó a cabo para utilizar la NFL como arma de poder mediático, Donald Trump contendió con Jon Bon Jovi para adquirir los derechos de los Bills de Buffalo en 2014, ante la muerte de Ralph Wilson. La pugna entre ambos retrató de cuerpo entero al hoy presidente de la nación más poderosa del mundo. Para mermar la candidatura de Bon Jovi, Trump propagó el rumor de que el rockero quería llevarse la franquicia a Toronto. Al final, Terry Pegula, empresario de la industria de gas natural, aprovechó el golpe irreversible a la popularidad del rockero en Buffalo para hacerse del equipo ante la indiferencia de Trump.
Trump y la NFL, una relación en perpetua tensión
Durante el último medio siglo, Donald Trump ha guardado una relación particularmente convulsa con la NFL.
Desde sus múltiples y frustrados intentos de convertirse en propietario de una franquicia —que comenzaron en 1981, con aquella propuesta informal para comprarle los Baltimore Colts a Robert Irsay—; su rol de promotor en la rebelión de la USFL que buscaba forzar una fusión con la NFL; el hostigamiento que emprendió ante la liga por su “inacción” durante las protestas sociales de jugadores contra la injusticia social y la brutalidad policial durante su primer mandato presidencial; y sus ya famosos cameos a la Richard Nixon en partidos de temporada regular y Super Bowl, Trump, invariablemente, ha orbitado en torno a la NFL con la ambigüedad del embustero.
En un par de ocasiones, estuvo cerca de convertirse en la correa de transmisión respecto a la familia Murchison como propietario de los Dallas Cowboys. En lo que ha sido históricamente calificado como “uno de sus peores errores de cálculo” como hombre de negocios, el magnate dejó el camino libre para que Jerry Jones, un prominente empresario de hidrocarburos y exliniero ofensivo de la Universidad de Arkansas, tomara el control de la franquicia más valiosa del mundo.
También pudo ser dueño de los New England Patriots, el equipo republicano por excelencia. Aunque, como en el caso de los Cowboys, claudicó antes de perder la batalla con Victor Siam, junto a James Ortwhein, el preludio a Robert Kraft, el actual dueño del equipo y el personaje que propició el florecimiento de la franquicia a partir de Bill Belichick y Tom Brady.
A estas alturas, sin ningún esbozo conciliador en el horizonte, no hay motivos para pensar que la relación de Estados Unidos con México y Canadá mejore significativamente con Donald Trump en la Casa Blanca. La NFL es un producto lo suficientemente atractivo para imponerse a cualquier afrenta geopolítica, pero tampoco puede subestimar el impacto que puede tener el evangelio trumpista en sus mercados satélites.
