Larry, Magic y Gonzo: la noche en que un mexicano hizo historia en el Campeonato de Basquet de NCAA

Salt Lake City, 26 de marzo de 1979. La arena vibraba con la tensión suspendida de la que nacen los grandes relatos. Una electricidad, primitiva, telúrica, crepitaba en el aire antes siquiera de que el balón surcara el cielo. Entre los hombres llamados a la gloria, uno de ellos —ajeno a los reflectores, más no al destino— se preparaba para escribir una línea inédita en la historia del baloncesto mexicano: Rob “Gonzo” González.
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Sobre el parquet, dos equipos se aferraban a la esperanza de de cincelar su nombre en la piedra viva de marzo, y consagrarse como Campeones del Baloncesto Masculino de la NCAA, en un duelo que, una hora y veinte minutos más tarde, se convertiría en el juego más visto en la historia del baloncesto colegial hasta la fecha.
De un lado, Indiana State Sycamores, comandados por un muchacho blanco y rubio, de expresión grave y mecánica prodigiosa: Larry Bird. Del otro, Michigan State Spartans, con su base encantador, exuberante, de sonrisa magnética: Earvin “Magic” Johnson.
Un duelo entre mitologías nacientes en la antesala del Olimpo.
Y sin embargo, entre los ecos mayores de la historia, hubo otra gesta silenciosa, inadvertida por muchos. Aquella noche de marzo, el Special Events Center fue también el escenario en el que Rob González, el joven de sangre vasca y altura germánica, haría historia como el primer mexicano en ganar un campeonato de NCAA.
El duelo —que fue visto por 31.5 millones de personas— todavía se recuerda como el juego que transformó el baloncesto colegial en un espectáculo de masas. Fue, además, el génesis de una de las rivalidades más legendarias del deporte estadounidense: Larry vs Magic.
Gonzo estuvo ahí. Fue parte de ese equipo inmortal que doblegó al invicto, que transformó el deporte y que forjó leyendas. Y lo hizo con la camiseta de Michigan State, al lado de Magic, frente a Bird.
Rob “Gonzo” González nació y creció en Michigan, hijo de una mujer alemana de 1.76 metros de estatura y de un padre mexicano con ascendencia vasca. Desde niño, su cuerpo empezó a desmentir las estadísticas. A los 14 años ya medía 1.95. Ahora, con el paso de los años, bromea diciendo que ya va encogiéndose. Lo dice entre risas mientras se pone de pie, aún imponente pese al tiempo.
Las estaciones marcaban el ritmo de su infancia: futbol americano en otoño, basquet en invierno, beisbol en primavera. “Yo tenía muchas aptitudes para jugar beisbol, futbol, americano y todos los deportes en general… pero me gustaba más el basquet porque para mí era mucho más competitivo. Y me llamaba más la atención”, le cuenta Roberto a Sports Illustrated México.
Fue el baloncesto, sin embargo, el que le reveló un llamado. Lo recuerda bien: un día, después de un partido desafortunado, se encerró a llorar convencido de que no servía. “Yo pensaba que no era tan bueno para jugar, creo que tenía como 14 años, 13 años o algo así”, rememora. Pero encontró consuelo en su propia respuesta. Volvió al gimnasio con una tozudez nueva. “Si quiero lograr algo, tengo que trabajar”, se dijo. Y lo hizo. Durante años, su rutina fue asceta: clases a las siete, entrenamientos hasta las 10 de la noche, campamentos de verano. Repeticiones sin fin con las que aprendió que el éxito no se improvisa, se talla con paciencia.
El destino cambió su curso cuando asistió a un campamento en Catholic Central, una escuela de Detroit conocida por su rigor académico y sus equipos de élite. El coach quedó impresionado y le ofrecieron media beca. Ahí empezó el verdadero camino.
Con Catholic Central, Gonzo integró un equipo legendario. En 1976, aquel conjunto de adolescentes logró lo improbable: ganó el campeonato estatal de Clase A venciendo, entre otros, al equipo de Lansing Everett… donde jugaba un joven Magic Johnson. “Yo conocí a Magic Johnson jugando contra él cuando yo tenía unos 15 años, porque nosotros ganamos el Campeonato del Estado. Le ganamos a Magic y su equipo en la semifinal”, cuenta.
Así empezó a toparse con el hombre que, años más tarde, marcaría su historia y se convertiría en uno de sus más cercanos amigos.
La admiración fue mutua. Al poco tiempo, Magic y Gonzo coincidían con frecuencia en el gimnasio Jenison Fieldhouse, donde ambos, cómplices de la madrugada, practicaban sus tiros juntos. La amistad construida a fuerza de repeticiones
Magic era un fenómeno. Tenía la ambición febril de la grandeza y un magnetismo que atraía multitudes. “Era como un Beatle”, sonríe Rob. “Tenía fans como los Beatles. Había 100 o 200 personas en cada plaza que íbamos, pidiendo autógrafos o una foto o cosas así. Era como un rockstar”, dice.
Detrás de ese resplandor mediático, sin embargo, habitaba un joven que parecía más concentrado en forjar su destino que en saborear la fama. “Era muy tranquilo, muy concentrado en su labor. No tanto el estudio, más bien en pulir su talento para llegar a la NBA. Entonces, era muy dedicado a su deporte, se preparaba bien, muy concentrado, no era tan desmadroso como otras estrellas del deporte. Y era muy agradable”, confiesa.
Ambos fueron reclutados por Michigan State, y ahí se consolidó la relación. En las prácticas, Rob fue testigo de la excepcionalidad de Magic. Cuando el equipo perdía en los entrenamientos, él tomaba el balón y cambiaba el destino con cinco jugadas consecutivas. No admitía la derrota. Tampoco el individualismo. Era un líder que convocaba a todos.
La temporada de 1978-79 no fue perfecta: Michigan State perdió seis juegos. Pero como dice González, cinco de esas derrotas fueron en el último tiro. Perdieron, sí, pero aprendieron a sufrir. Indiana State, en cambio, llegó invicto, sin saber lo que era jugar con la soga al cuello. “Nosotros ya sabíamos cómo eran los juegos complicados.Ya habíamos trabajado bajo presión”, destaca “Gonzo”.
El juego final fue una epopeya nacional. Bird contra Magic. Magic contra Bird.
Gonzo lo recuerda con nitidez. El nervio, los cánticos, la prensa. Salt Lake City, corazón de la América mormona, se convirtió en capital espiritual del baloncesto por una noche. Cuando comenzó el partido, los nervios se diluyeron con el primer silbatazo. Había entrenado demasiado para dejarse vencer por el temblor. Lo que siguió fue una sinfonía. Magic repartía asistencias imposibles, Greg Kelser volaba hacia el aro y la defensa de Michigan State neutralizaba poco a poco la amenaza de Bird.
Hubo una jugada en particular, dice Rob, que simbolizó todo: Magic flotó en el aire y en un giro improbable entregó el balón a Kelser para una clavada que estremeció el estadio. “Ahí supe que no íbamos a perder”. Y no lo hicieron. Ganaron 75-64.
Con esa victoria, Rob González se convirtió en el primer mexicano en ganar un título nacional de baloncesto universitario. Fue él, un muchacho de sangre mixta y corazón obcecado, quien inscribió su nombre en esa lista.
Men’s Championship Monday!! Today always makes me think about the big game in 1979, where I went up against my arch-rival Larry Bird while 35.1 million viewers tuned in to watch - the most-watched championship game to this day! The course of college basketball and the NCAA… pic.twitter.com/dPp0PJzhnu
— Earvin Magic Johnson (@MagicJohnson) April 8, 2024
Su carrera profesional pudo haber tomado otros rumbos, pero Rob eligió regresar a sus raíces. Vino a México a construir desde la base. Fue entrenador, mentor, sembrador de futuros. Uno de sus pupilos fue nada menos que Eduardo Nájera, quien años más tarde sería el segundo mexicano en jugar en la NBA.
Años después, cuando Magic y Bird se consolidaron como arquetipos del baloncesto moderno, Rob los miraba desde la distancia. Él los había conocido en estado crudo, antes de las cámaras, antes del mito. “Jugar con Magic y contra Bird fue un sueño hecho realidad”, dice.
Hoy, con la perspectiva del tiempo, Gonzo entiende la dimensión de aquel logro. Ganó un título en el instante exacto en que el baloncesto cambió para siempre. Y lo hizo como mexicano, como pionero, como testigo privilegiado de una era irrepetible.
