Boris Becker: “Ganar tan joven no fue una bendición”

Hace 40 años, Boris Becker sorprendió al mundo al conquistar Wimbledon con solo 17 años. En esta conversación, la mayor leyenda del tenis alemán repasa aquel verano de 1985, su amor por Wimbledon, una carrera colosal, los años difíciles que vinieron después… y revela qué lo impulsa hoy, a los 57.
Boris Becker, leyenda del tenis alemán.
Boris Becker, leyenda del tenis alemán. / Clive Brunskill/Getty Images

Es un jueves nublado cuando nos encontramos con Boris Becker en Fráncfort del Meno. Él mismo propuso el lugar: el hotel Roomers, cerca del centro. Esa noche tiene un evento en la ciudad; al día siguiente viajará a Múnich. Becker llega con una maleta de ruedas y una bolsa de viaje personalizada de la marca Boss. En ella se lee: “Boris the Boss”.

Antes de la entrevista, nos reunimos a almorzar en el restaurante de la planta baja. Becker pide agua mineral, guacamole con totopos, edamames y, como plato principal, sopa de pollo. Es amigo desde hace años de los propietarios del hotel; uno de ellos saluda a la mesa... y trae vasos de vodka. L’Chaim, el brindis hebreo: por la vida. Becker choca los vasos, pero no bebe. Al final pide un espresso. Luego subimos en el ascensor hasta el sexto y último piso. El salón reservado para la charla lleva un nombre curioso: “Gossip” (Chisme). Un breve paseo por la terraza, una rápida mirada al skyline lluvioso de Fráncfort. Y entonces: casi dos horas con Boris Becker.

SPORTS ILLUSTRATED: Señor Becker, queremos viajar con usted en el tiempo. Regresar a 1985.

BORIS BECKER: Con gusto.

7 de julio. Final de Wimbledon contra Kevin Curren. Cambio de lado con el marcador 5-4 a su favor en el cuarto set. ¿Recuerda qué pasaba por su cabeza?

No podría decirlo con exactitud. Pero estaba nervioso. Muy nervioso. Por primera vez en ese partido. Sentía que algo podía cambiar.

¿En su vida?

Exacto. Sabía que si ganaba ese último juego al saque, lograría algo histórico. El campeón más joven de Wimbledon, el primer alemán, el primer no sembrado. No sabía aún lo que eso significaría para mí, pero intuía que algo grande estaba por pasar.

Y empezó ese game con una doble falta.

Cero-quince. Y empecé a rezar. “Dios mío, dame un primer servicio”. Lo tuve, me puse 40-15… y volví a hacer una doble falta. 40-30. Volví a hablar con el de arriba. Y él me regaló un saque ganador para cerrar el partido. Después miré hacia mi palco: mis padres, mi mánager Tiriac, mi entrenador Bosch. Esa alegría, y también esa incredulidad, esas miradas de asombro… jamás las olvidaré.

¿Sintió miedo en las horas posteriores a ese punto final, miedo por lo que ese triunfo podría hacer con su vida?

Miedo solo le tuve a la recepción de gala esa noche en el hotel Savoy y al obligado vals de los campeones. Bailar con Martina Navratilova, que era once años mayor que yo ya había ganado su sexto Wimbledon el día anterior… ¡hubiera sido un papelón! No sabía bailar vals. Por suerte, esa tradición se había suspendido el año anterior. Y bueno, en algún momento me fui a la cama y simplemente me dormí.

Su siguiente torneo fue cuatro semanas después, en Kitzbühel, sobre arcilla.

Perdí 3-6, 1-6 en primera ronda contra Diego Pérez, de Uruguay. El público arrojó cojines y sillas a la pista. Ahí empecé a entender lo que significaba vivir con el peso de ser campeón de Wimbledon.

¿Qué pasó en esas cuatro semanas?

Al día siguiente volé a Niza con Ion Tiriac (su mánager). Me hospedó en un hotel en la playa y se pasó toda una semana explicándome cómo iba a cambiar mi vida para siempre. Que me seguirían los paparazzi, que ya no podría salir con chicas tranquilamente, que la prensa publicaría si rompía una raqueta en el entrenamiento. Que si iba a un restaurante con zapatos negros y cinturón marrón, me ridiculizarían en los tabloides. O algo así. Yo me reía. No lo creía.

¿Y hoy qué piensa?

Que Ion Tiriac tenía razón. Como siempre.

¿Qué le diría hoy, con 57 años, a ese Boris Becker de 17?

¿Crees que ese chico de 17 años entendería lo que iba a pasar? Yo no lo entendía entonces. Era muy joven para dimensionarlo. Pero tampoco es que el de 57 años tenga que explicarle tanto. A fin de cuentas, ese muchacho no lo hizo todo mal. También tomó buenas decisiones.

¿Fue un problema que el deportista Boris Becker estuviera mucho más maduro que la persona Boris Becker?

Quizá fue mi mayor victoria: no haberme quebrado. Después de Wimbledon tuve que madurar de golpe. Aprender a defenderme, a luchar, a hacer las cosas a mi manera. El año clave fue 1986. Volvía como campeón defensor a Wimbledon, pero mis posibilidades eran aún menores que el año anterior. Solo había ganado un torneo, en Chicago, en pista cubierta. Incluso Tiriac y Bosch me dijeron: “No te preocupes, esto este año no va a pasar”.

¿Su entorno más cercano no creía en usted?

Así fue. El problema es que yo había pasado seis meses haciendo lo que me decían: hoy saque, mañana volea, pasado revés… un plan de entrenamientos en el que no creía. Estaba en forma, sí, pero había perdido la conexión con el tenis. Mi instinto ya no respondía. No me reconocía en la pista. Entonces, antes de Wimbledon 1986, les dije: “Estas dos semanas hacemos todo a mi manera. Después evaluamos”.

Y volvió a ganar el título. ¿Fue más importante que el de 1985?

Sin duda. Defender el título con 18 años fue más grande que ganarlo por primera vez con 17. Esa fue mi prueba de madurez. Entendí que podía confiar en mí cuando todo se ponía difícil. Ese año gané otros cuatro torneos y terminé número dos del mundo. Nadie lo había logrado a esa edad.

Antes habló de instinto. ¿Se considera una persona más emocional o racional? ¿Decide más con el corazón o con la cabeza?

Una vez dije que aprendí a racionalizar mis emociones. Lo sigo sintiendo todo muy intensamente, pero ahora sé qué hacer con eso.

¿Se puede ganar Wimbledon solo con razón?

En absoluto. Las emociones son el motor. Con ellas eres más dinámico, más decidido, más difícil de vencer. Muchos jugadores hoy parecen tenerle miedo a sus emociones. Las confunden con debilidad. Yo pienso lo contrario: si actúas con el corazón y estás convencido, eso te fortalece. Es lo que me enseñaron mis padres.

¿Fue importante su crianza para su éxito?

Muchísimo. Y en palabras sencillas: sin los valores que me dieron mis padres, no habría sido un buen deportista ni una persona decente. Desde pequeño me dijeron: no te definas por el deporte. No eres mejor por ganar Wimbledon. Ni peor por perder en primera ronda en Kitzbühel.

¿La disciplina también fue clave en su educación?

Total. Me educaron de forma muy conservadora y estricta. Solo como ejemplo: en casa se cenaba a las 6:30. Si llegaba a las 6:45, ya no había comida. Si le dijera eso hoy a mis hijos, se reirían y pedirían algo por Uber Eats. La puntualidad, la disciplina, todo eso me lo inculcó sobre todo mi padre. También tuve días horribles, en mi carrera y en mi vida, pero siempre traté de cumplir. Llorar podía hacerlo por la noche, a solas en mi habitación.

Usted dijo que no se quebró. ¿Estuvo cerca?

Claro. Lo que viví a nivel profesional y personal no lo aguanta cualquiera. La forma en que me trataron los medios alemanes fue brutal. Pero sobreviví. Y quizá regresé más fuerte. Que con 57 años siga aquí, incluso me sorprende a mí. Es como haber ganado Wimbledon otra vez.

¿Cuál fue el momento más crítico?

Hubo muchos. El primero, tras mi retiro: ¿Qué hago ahora con mi vida? Necesitaba una razón para levantarme cada mañana. Fueron tres años difíciles, hasta que descubrí la televisión. Me convertí en analista, comentarista, presentador.

¿Jugó hasta los 31 por miedo a lo que vendría después?

No soy alguien que le tema al futuro, aunque a veces hubiera sido mejor. Pero, la verdad: si hubiera sido por mí, habría dejado de jugar antes. Ya había ganado todo lo que quería. Estar por séptima vez en una final de Wimbledon… ya no me emocionaba. A los 25 ya me sentía agotado, sin motivación.

¿Y quién lo detuvo? ¿El mánager? ¿Los contratos? ¿Los millones?

Exacto. Todos sabían lo que pensaba, pero me decían: “¿Estás loco? Tienes contratos, estás en el Top 10, ganas millones”. Me convencieron de seguir. Tras perder con Sampras en cuartos de final en 1997, me despedí de los Grand Slams. Hasta que en 1999 quise volver una vez más: mi último Wimbledon.

Después de perder en octavos ante Pat Rafter, terminó su carrera. ¿Quería retirarse en Wimbledon?

Sí. Era mi torneo favorito desde niño. Mi ídolo era Borg (Björn), porque ganaba allí. Fue mi cuna deportiva. Wimbledon me convirtió en lo que soy.

Usted siempre dijo que Wimbledon era su sala de estar. ¿También es su hogar?

Sí. Es un lugar donde me siento en casa. Incluso después del retiro, como entrenador o periodista, siempre me trataron como un amigo de la casa. Para mí, Wimbledon es como la Navidad: la época más bonita del año. Viví diez años en Wimbledon Village, mi hijo Amadeus fue al kínder ahí. Conozco al panadero, al carnicero, incluso al lechero, que todavía existe. Si hay un hogar deportivo para mí, es Wimbledon.

Volvamos a 1985. En octavos contra Tim Mayotte, se lesionó el pie y ya caminaba hacia la red para darle la mano. Tiriac lo detuvo y pidió un tiempo médico. Después de 15 minutos, volvió… y ganó. ¿Su vida habría sido distinta si se retiraba?

Sin duda. Me habría ahorrado muchos problemas. Convertirme en el campeón más joven de Wimbledon trajo muchas ventajas, pero también muchas desventajas. Para mi salud, para mi vida… habría sido mejor ganarlo a los 21 o 22, no a los 17.

¿Puede explicarlo mejor?

Porque entonces ya no sería el “niño prodigio”. Mucha gente todavía me ve como ese chico de 17. Profesionalmente, personalmente… para muchos seguiré siendo ese adolescente de Leimen. Y eso ya no va a cambiar.

¿Si lo hubiera ganado más tarde —o nunca—, habría tenido una vida más tranquila, más anónima?

Siempre hubo expectativas, presión. “Ah, ese es Boris. Ganó Wimbledon a los 17, ahora tiene que ganar también el siguiente torneo”.

Ser constantemente juzgado y medido con base en esa victoria de 1985 fue extremadamente desgastante. No podía simplemente escaparme un rato con mis amigos o desaparecer tres meses. Siempre era evaluado, sentenciado. Siempre tenía que rendir. Jugaba entre 18 y 22 torneos al año. Eso fue un desgaste brutal para mi cuerpo y seguramente no fue bueno para mi salud.

¿Te sentiste solo en esos tiempos en los que te juzgaban y criticaban? Incluso después de tu carrera, cuando seguiste siendo blanco de burlas y escarnio.

Nunca estuve solo. Pero sí muchas veces rodeado de las personas equivocadas. No siempre tuve los mejores amigos cerca. Con el tiempo uno se vuelve más sabio. Como tenista, creo que tomé en su mayoría buenas decisiones. Después de mi carrera, ya no fue así. Hoy haría muchas cosas de forma diferente.

Alguna vez dijiste que ahora, con más de 50 años, ya no necesitas fingir. ¿Eso significa que antes sí lo hacías?

Sí. Se decía que no aceptaba consejos, pero era todo lo contrario. Permití demasiadas injerencias en mis decisiones, tanto profesionales como personales. Me decían: “haz esto, haz lo otro”. Muchos malos consejos a los que hice caso. Y eso fue especialmente problemático después de mi carrera.

Tocaste fondo en 2022, cuando como consecuencia de tu proceso de insolvencia fuiste condenado a prisión. Este otoño publicas un libro sobre ese periodo, que recientemente describiste como "una de las experiencias más dolorosas" de tu vida. ¿Te marcaron más esos 231 días en prisión que tus 15 años como tenista profesional?

Cada crisis que he superado en mi vida ha tenido algo positivo. Siempre he aprendido más de las derrotas que de las victorias. Pero esa fue una crisis existencial. Fue crucial reencontrarme conmigo mismo. Igual que antes de Wimbledon 1986, cuando estaba en una crisis deportiva y decidí hacer lo que creía correcto. Funcionó. También en prisión volví a encontrarme. No tenía otra opción. Cuando lo pierdes todo—libertad, familia, dinero, casa— lo único que queda es tu personalidad, tu carácter. Y en eso me refugié. Mi mundo interior siempre ha sido mi refugio en los momentos difíciles.

¿Esa crisis existencial fue también una catarsis? ¿Una forma de liberarte del lastre acumulado durante décadas y empezar de nuevo?

Catarsis es la palabra adecuada. Creo que hoy estoy mucho mejor preparado que hace 20 años para detectar a los falsos amigos y a los parásitos. Ahora tengo un entorno que me protege. Ya no es tan fácil acercarse a mí. Puedes llamarlo un reinicio.

¿No extrañas la adrenalina de la cancha? ¿Nunca echas de menos esos momentos de presión que sacaban lo mejor de ti?

Todavía siento presión. En el estudio de televisión, cuando se enciende la luz roja. Eso es presión. Ahí tienes que rendir, concentrarte, estar completamente presente. No puedes equivocarte. Es exigente, pero necesito ese reto. Soy un workaholic. Si no trabajara, me aburriría. Claro que a veces me gusta tirarme en el sofá a ver el Bayern contra el Leverkusen. Pero a largo plazo, eso no es suficiente.

Cuando Jannik Sinner sacaba para ganar la final del Abierto de Australia, dijiste que quizá ya no lanzaría tan alto la pelota, porque el brazo le pesaba. ¿Todavía puedes meterte en la mente del jugador?

Sin duda. Trato de analizar lo que yo mismo sentí y lo que podría estar sintiendo otro en ese momento. Por eso me ofrecieron este trabajo: porque puedo transmitir algo que nadie más sabe. Si nunca has sacado para ganar un Grand Slam, ¿cómo podrías saber lo que se siente?

¿Cómo ha cambiado el tenis en los últimos 40 años?

No tanto. La puntuación es la misma, en Wimbledon siguen siendo tres sets ganados, solo que ahora hay tie break en el quinto. Lo que sí ha cambiado es que hoy los jugadores lo tienen mucho más cómodo. Desde lo médico: antes, si sentías un tirón en el muslo, te callabas y seguías. Si no, eras un blandengue. Hoy, el médico corre de inmediato a la cancha. También están las sombrillas en los cambios de lado. Nosotros nos sentábamos bajo el sol y te arriesgabas a un golpe de calor.

¿Era mejor el tenis de antes?

Ah, la vieja pregunta. Ya teníamos una técnica condenadamente buena. Todos sabían sacar, volear, hacer slice de revés y subir a la red. Hoy ya no todos pueden hacerlo. Otra diferencia: en mi generación había más jugadores capaces de ganar un Grand Slam, y varios lo hicieron. La élite mundial era mucho más amplia, antes de cada torneo había 15 o 20 candidatos que, en un buen día, podían ganarle a cualquiera. ¿Y en los últimos 25 años? Federer, Nadal, Djokovic, ahora Sinner, Alcaraz y Zverev. Siempre me pregunto: ¿son realmente tan extraordinarios los de arriba? ¿O será que el resto ya no es tan bueno? La respuesta está en algún punto intermedio.

¿Ya encontró su lugar en la vida? ¿Por fin está donde quiere estar?

Creo que ahora atravieso una muy buena etapa. Sí, he encontrado estabilidad, tanto en lo personal como en lo profesional. Crucé un valle de lágrimas muy profundo, pero ahora estoy bien. Por eso intento tomar mis decisiones con más cautela que antes. No quiero volver a pasar por lo que ya viví. No se lo desearía ni a mi peor enemigo, y menos aún a mí mismo. También me siento plenamente instalado en mi nuevo centro de vida: Milán, Italia. Es un lugar, un país, donde siempre me he sentido muy a gusto.

¿De dónde viene su amor por Italia?

De niño iba cada verano con mis padres a vacacionar a la costa del Adriático. Rimini, Milano Marittima… cada año íbamos en auto. Durante mi carrera, tuve una relación muy cercana con el país, sobre todo por mis patrocinadores, muchos de los cuales eran italianos. Además, siempre fui un gran fan del AC Milan. Paolo Maldini y Ruud Gullit estuvieron en mi boda. Y me encantan las películas de mafia con Marlon Brando, Al Pacino, Robert De Niro. Hace poco volví a ver El Padrino III.

¿Qué le gusta de la mentalidad italiana?

Sobre todo, que el fin de semana es sagrado. En Londres o Múnich da igual, también sábado y domingo puedes hacer negocios. En Italia no. Ahí solo hay tres cosas el fin de semana: familia, futbol e iglesia. Me gusta mucho eso.

¿Va a misa?

Sí. Vivimos muy cerca del Duomo, en Milán. Cuando estoy ahí, voy todos los días, hago mis tres oraciones y vuelvo a casa. Me hace sentir mejor. Ya de niño fui monaguillo en Leimen, soy católico romano. No me describiría como un hombre religioso, porque en nombre de la religión se han cometido muchas injusticias. Pero sí me considero cristiano. La fe siempre ha jugado un papel importante en mi vida, me ayudó en muchos momentos críticos. Ya fuera en la final de Wimbledon en 1985 o en etapas difíciles posteriores.

¿En qué idioma reza? ¿Alemán, inglés, italiano?

Mi idioma principal sigue siendo el inglés, tanto con mi esposa como con mis hijos. Incluso sigo soñando en inglés. Pero como ve, todavía hablo alemán con fluidez y me manejo bien con los dos idiomas. Con el italiano, aún voy un poco rezagado.

Después de todas las críticas que ha recibido en Alemania durante estas cuatro décadas, ¿ha hecho las paces con su país?

¿Cuántas horas tiene usted?

Muchas.

Eso es un tema para toda una velada. Digamos que no siempre fuimos los mejores amigos. Pero aún nos doy una oportunidad. Espero que durante lo que me queda de vida se me trate con más respeto, que se reconozca más mi trayectoria como el mejor tenista alemán de la historia. Me lo gané, y me gustaría que así fuera. Soy patriota, tengo pasaporte alemán y siempre me encantó representar al país. Pero eso no siempre fue bien recibido, sobre todo por parte de los medios. Aunque el año pasado las cosas mejoraron un poco. Me gustaría extender la mano una vez más. Tal vez todavía estemos a tiempo.

Suena como si anhelara que ese amor por Alemania fuera correspondido.

Al menos es importante para mí, porque es mi país. Y cuando juega la selección, como en marzo en Milán, soy su mayor fan. Sería lindo poder reconciliarnos.

¿Le teme al envejecimiento?

No exactamente. Pero sí me pregunto cuánto tiempo me queda. Y mis hijos mayores también empiezan a notarlo: su papá no va a estar para siempre.

Llevado al tenis: ¿en qué set está?

En el quinto todavía no. Diría que estoy en el cuarto, entrando en la fase decisiva.

¿Y cómo va el marcador?

Un break arriba. Ventaja Becker. He logrado volver bien al partido.

Publicado originalmente en Sports Illustrated Alemania, traducido al español para SI México.


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