Carlos Alcaraz, el heredero de la arcilla

En la tierra roja de París, cuna de epopeyas y altar de leyendas, Roland Garros comenzó con una reverencia. Bajo el cielo de mayo, la Philippe-Chatrier se rindió en homenaje a Rafael Nadal, el titán mallorquín cuya raqueta cinceló el polvo de ladrillo durante casi dos décadas.
Aquel gesto, selló el inicio de una historia que acabaría por cerrarse sobre sí misma. Porque si Nadal es el Rey de la arcilla, este domingo, Carlos Alcaraz emergió, una vez más, como su legítimo heredero.
El joven murciano de 22 años –que jugando es un torbellino de músculo, gritos y fuego– ganó por segundo año consecutivo el torneo más emblemático de todos. Y lo hizo defendiendo su trono frente a Jannik Sinner– el italiano, pálido y frío como escultura de mármol, que se mueve con elegancia gélida y el rostro inexpresivo–, su antagonista natural.
"Es increíble el nivel que tienes, las dos semanas que has hecho, sé lo duro que trabajas y es un privilegio jugar contra ti. Eres una enorme inspiración para los jóvenes y para mí", le dijo Alcaraz a Sinner, después de que ambos hicieran historia tras disputar la final más larga en la historia de Roland Garros en la era profesional y la primera entre dos tenistas nacidos en este siglo.
Carlos Alcaraz irrumpió en el mundo del tenis como una tormenta solar, imprevisible, incandescente. A los 10 años se hablaba de él como un niño prodigio y risueño salido de las tierras cálidas de El Palmar, un pueblo de 24 mil habitantes— cuyo ayuntamiento ofreció 600 sillas y aire acondicionado en un centro juvenil para ver a su hijo prodigio disputar la final de Roland Garros— en la Región de Murcia, el tipo de lugar del que no suelen emerger los nuevos monarcas del deporte global.
Allí, entre terrenos llanos y una vida sencilla, comenzó a forjarse una leyenda improbable.
“Carlitos” tomó una raqueta por primera vez cuando tenía apenas cuatro o cinco años. Había en ese niño una mezcla desconcertante de soltura y precisión; siempre reía, siempre bailaba, pero esa ligereza no restaba un ápice a su entrega.
“Yo me he dedicado al mundo del tenis desde siempre. Y he jugado con él cuando él tenía 12 años, pero yo creo que, a partir de los 13 años, Carlos me podría haber ganado perfectamente”, recuerda su padre, Carlos Alcaraz González, en la serie documental Carlos Alcaraz: A mi manera, donde también admite —con una sonrisa— que, al verse al borde de la derrota frente a su propio hijo, solía inventar cualquier pretexto para suspender el partido.
En muchos sentidos, Carlos es también el brazo extendido del sueño que su padre no pudo realizar. Alcaraz González soñó con ser tenista profesional, pero sus padres no podían costearle ese destino. A los 19 o 20 años, tuvo que dejar las pistas como aspirante y comenzar a trabajar, ya consciente de que su carrera no llegaría a ningún lado. Hoy, al ver a su hijo conquistar el mundo, vive una vida que no fue la suya, pero que, por una especie de justicia poética, le pertenece de algún modo.
Bajo la tutela de Juan Carlos Ferrero, el tenis de Carlitos adquirió una madurez precoz: el desparpajo del niño se transformó en la furia inteligente de un joven con el alma de quien quiere ser el mejor. La velocidad de sus piernas, el fuego de su derecha, su instinto casi animal para cambiar el ritmo, todo en él evocaba la promesa de una nueva era.
Su promesa no tardó en materializarse. A los 19 años, en 2022, Carlos Alcaraz conquistó el US Open, convirtiéndose en el número uno más joven en la historia del ranking ATP. Y lo que siguió fue una expansión de su imperio. Un año después, se coronó campeón en Wimbledon 2023, imponiéndose a Novak Djokovic en una final épica que duró casi cinco horas. El niño dejaba entrever la sangre azul que corría por sus venas, el linaje invisible de los elegidos.
Siguió coleccionando Grand Slams. Conquistó Roland Garros en 2024 contra Alexander Zverev –después de enfrentarse en una semifinal cardíaca ante Sinner. “El jugador más difícil al que te puedes enfrentar”, dijo sobre el italiano en aquellos días– y Wimbledon en el mismo año contra Djokovic, esta vez en sets corridos.
El quinto llegó este domingo 8 de junio, a los 22 años, un mes y tres días: la edad exacta con la que Rafael Nadal se alzó con su quinto Grand Slam, un capricho del tiempo, como si existiera un reloj secreto del tenis que marca un compás que solo sus elegidos pueden escuchar.
El duelo ante Jannik fue una sinfonía de tensiones. Durante dos sets el italiano impuso su ley con una frialdad quirúrgica. Pero Carlos resucitó de las entrañas de la arcilla con el arrojo de un gladiador. Lo que siguió fue una remontada cardíaca y salvaje. Cinco sets –4-6, 6-7 (4/7), 6-4, 7-6 (7/3) y 7-6 (10/2)– de pura dramaturgia.
Cinco horas y veintinueve minutos después, Alcaraz emergió del combate con la espalda teñida de terracota, la que solo llevan quienes han conquistado la gloria.
El torneo empezó con una despedida y terminó con una proclamación. El hijo del fuego retomó la antorcha en el mismo templo donde su antecesor la encendió tantas veces. Y así, el círculo se completó. París tiene a un viejo rey, y un príncipe joven, pero el reino sigue siendo español.
