Puka Nacua, anatomía de una anomalía

Las tardes en Henderson, Nevada, solían tener una fisonomía de horno encendido, un aire estático que pesaba sobre los hombros de un niño de ocho años envuelto en una armadura de plástico que le quedaba tres tallas más grandes.
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En el patio de tierra y rastrojos, Makea Nacua era, por decreto de su padre Lionel, el “muñeco de placaje” oficial de la familia. Makea, a quien todos llamaban Puka por su gordura infantil —que su abuela samoana consideraba una bendición de salud— aguardaba el impacto.
Del otro lado del jardín, sus hermanos mayores —Kai, Isaiah, Samson— cargaban contra él con ferocidad. Puka volaba por los aires, el polvo de Nevada se le metía en los pulmones y el estrépito de las hombreras chocando era la única música que Lionel permitía en sus tardes de adiestramiento. El niño, cuyo nombre evocaba a los antiguos jefes polinesios y al “Padre Cielo” de las islas, se levantaba.
Stafford. Puka. BIG gain.
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El linaje de los Nacua es un mapa de las migraciones humanas a través de la inmensidad azul del Océano Pacífico. En su sangre se mezclan el rigor luso de los trabajadores de Madeira y las Azores que llegaron a Hawái a finales del siglo XIX para cortar caña de azúcar —legando ese apellido, Nacua, que no se parece a nada en los registros de la NFL— y la fortaleza inexpugnable de Samoa.
Penina, su madre, de ascendencia samoana, era el pilar de la aiga (familia); su padre, Lionel, aportó la mística hawaiana y una disciplina monacal. Antes de cada partido, sentaba al pequeño Puka en el coche y le obligaba a estudiar filmaciones de defensivos, no de receptores; quería que su hijo viera el juego desde la perspectiva de los que buscan destruirlo, no adornarlo.
Sin embargo, en mayo de 2012, la brújula de Puka se rompió.
Lionel murió a los 45 años por las complicaciones de una diabetes que le consumía las piernas. Puka tenía once años. La pérdida le dejó una fatiga emocional que solo el movimiento constante parecía mitigar. La familia se trasladó a las montañas de Utah, a Provo, donde el aire es más fino y el frío de los Alpes de Wasatch corta la piel.
En Orem High School, Puka se convirtió en un mito local, un atleta que jugaba al baloncesto con una gracia insultante y al futbol americano con una productividad que pulverizó todos los récords del estado. Pero el mundo universitario fue un calvario. En Washington, las fracturas de pie y una pandemia que encerró al mundo parecieron sepultar su carrera. Regresó a la Universidad Brigham Young, al regazo de su madre y al recuerdo de su padre, para jugar junto a su hermano Samson.
Al final de su etapa universitaria, Nacua era un enigma para los evaluadores. Los gurús del draft contemplaban sus números con una ceja levantada. En el Pro Day, el cronómetro marcó 4.57 segundos en la carrera de 40 yardas. En la aristocracia de la velocidad de la NFL, un receptor con ese tiempo es un paria, un cuerpo demasiado lento para el juego de los relámpagos. Se le tildó de poco atlético, de ser un jugador de nicho que solo brillaba contra defensas universitarias de segundo nivel. Su nombre se hundió en los tableros de proyecciones hasta desaparecer de la vista de treinta y un equipos.
Fue entonces cuando entró en escena la frialdad de la máquina. Mientras los scouts tradicionales hablaban de falta de explosividad, una firma de analítica avanzada llamada Teamworks Intelligence procesaba datos que nadie más quería ver.
Teamworks no medía la velocidad en una pista con atletas en shorts; medía la velocidad de juego, la velocidad funcional bajo presión. El informe que llegó a las oficinas de los Rams era una anomalía estadística. Según los sensores GPS y el análisis cinemático, la velocidad de Nacua con el balón en las manos no era de 4.57, sino de 4.35 segundos, una cifra propia de las estrellas de primera ronda.
Más asombroso aún era su Change of Direction —Cambio de Dirección—: Nacua se situaba en el percentil 93 de la liga en eficiencia de giro. La máquina decía lo que el ojo humano se negaba a creer. Puka Nacua no perdía velocidad al cambiar de rumbo; era un operario de la inercia, un hombre capaz de mantener el impulso mientras el resto se frenaba para girar.
Los Rams lo eligieron en la quinta ronda, con el pick 177, una posición reservada para jugadores de relleno. Pero Nacua llegó a Los Ángeles y se convirtió en una sombra de Cooper Kupp y Matthew Stafford. El debut fue una epifanía. Con Kupp lesionado, Puka se apoderó de la ciudad.
En sus dos primeros partidos, atrapó 25 pases, una cifra inédita en la historia de la liga. Terminó la temporada con 105 recepciones y 1,486 yardas, borrando récords anteriores a la llegada del hombre a la Luna. LeBron James lo bautizó como “Puka Doncic”, reconociendo en él esa lentitud engañosa y esa inteligencia espacial compartida con el astro de los Dallas Mavericks.
Sin embargo, detrás de la fanfarria de Hollywood, existe todavía Makea, el niño regordete cuyo nombre no fue elegido al azar. En las genealogías polinesias, es un título de rango, una marca de distinción que vincula al portador con el linaje de los jefes. Su nombre, ancestral y místico, finalmente reclamó su lugar en el firmamento de los domingos.
