Beisbol: Ángel Macías, la partida del niño perfecto que venció al olvido

Quizás, en los últimos minutos de su vida, Ángel Macías pudo recordar que alguna vez fue el niño más célebre de Monterrey. Quizás, en medio de la bruma silenciosa del Alzheimer que sufría, nunca lo olvidó. Quizás, solo quizás, de su memoria nunca se desdibujaron los aplausos, la gloria, el montículo, el guante que usó aquel día en que con solo 12 años logró lo aparentemente inalcanzable: lanzar el hasta hoy único Juego Perfecto en la historia del Campeonato de la Serie Mundial de Pequeñas Ligas.
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Porque antes de la enfermedad, antes del retiro, incluso antes de la adultez, antes de su irremediable muerte este domingo 27 de julio, Ángel fue ángel y centauro: niño prodigio y fiera mitológica, jardinero, bateador y pitcher ambidiestro que aquel 23 de agosto de 1957 decidió lanzar como derecho. Retiró a 18 niños del equipo de La Mesa, California, sin que uno solo pisara la primera base: once ponches, siete roletazos, cero batazos al outfield. Un virtuoso del dominio.
“Fue un juego muy cerrado”, recuerda José “Pepe” Maiz, amigo, compañero y jardinero izquierdo aquella tarde de agosto en Williamsport, que unos años más tarde se convirió en empresario y dueño de los Sultanes de Monterrey. “Nos tocó anotar la primera carrera hasta la cuarta entrada, me acuerdo muy bien porque gracias a Dios a mí me tocó empujar la primera carrera. Pero lo que recuerdo principalmente eran las últimas entradas cuando ya nos dimos cuenta que estaba lanzando un juego perfecto, y nosotros creíamos que era sin hit ni carrera nada más; nadie había llegado a primera base”, dice Maiz, testigo cercano de la perfección.
El Alzheimer es la ironía más cruel para quienes han hecho historia. Y con el paso del tiempo, el recuerdo de 1957 se volvió más nítido para los demás que para Ángel.
Pepe recuerda, por ejemplo, el miedo al error. Ese temor silencioso, el imperioso anhelo de que ningún batazo se convirtiera en un desliz irreversible que empañara la gloria. “Yo lo que quería era que no viniera una pelota difícil y que yo no la pudiera agarrar. Y creo que los demás jugadores del cuadro también estaban en lo mismo”, confiesa Maiz, ex presidente de los Sultanes de Monterrey.
Era la máxima presión compartida por los nueve jugadores que defendían en el campo, un pacto tácito para sostener la intangible victoria. La sombra del error se cernía pesada sobre cada movimiento, pero esa noche el destino quiso aliarse con la precisión inquebrantable de la mano derecha de Ángel.
Hoy, mientras el tiempo avanza y la ausencia pesa, Pepe se detiene en los recuerdos de su amigo y compañero, los abraza como si fueran un pedazo de eternidad. “Mi mejor recuerdo era cuando él bateaba casi siempre antes de mí; él de tercero y yo de cuarto, o yo de segundo y él de tercero. Siempre nos decíamos “Oye, este pitcher está tirando esto, este está tirando lo otro”. Él te aconsejaba para que tú ya fueras un poquito más con la idea de a qué pelota tirarle. Era un tipo muy inteligente, un fielder natural”, rememora. “Siempre fuimos muy, muy amigos, casi como hermanos”.
La mayoría de aquellos niños que alguna vez compartieron el campo con Ángel han partido hacia el silencio, dejando atrás de sí un legado que amenaza con diluirse en el inexorable paso del tiempo. “Ahorita estamos lamentando mucho su partida, pero bueno, Diosito sabe cuándo es el tiempo de cada quien. Es muy importante que ese legado que dejó Ángel Macías se recuerde, porque ha sido único. Que los niños sepan de su historia, que vean las películas y, sobre todo, que sigan jugando beisbol”, concluye Maiz.
Quizás, en los últimos resquicios de su memoria, Ángel Macías alcanzó a sentir nuevamente el peso ligero del uniforme y las costuras de Monterrey bordadas sobre el pecho. Quizás, en la nebulosa silenciosa del Alzheimer, él también recordó los días en los que, de regreso en el dugout, le decía a Pepe Maiz a qué lanzamiento debía tirarle. Quizás, solo quizás, en sus últimos minutos de vida, Ángel Macías conservó, intacta, la certeza de que en aquel verano de agosto de 1957 fue eterno, invencible, perfecto.
