Los tres Ramiros

Hay seres humanos que parecen haber sido esbozados en un solo trazo. Hay otros que son, en cambio, un palimpsesto. Ramiro Peña es uno de estos últimos. La historia de su vida no cabe en una biografía lineal; es, más bien, un entrelazo de relatos superpuestos, un hombre moldeado con las complejidades y los matices del relieve.
El novato de la Gran Manzana
En el beisbol de Estados Unidos, conoció la única tentación seria de desertar del beisbol. Fue en las Ligas Menores de Major League Baseball donde el Ramiro de 26 años—con la juventud latiéndole en las sienes— se sintió más frágil que nunca.
Después de dos meses y más de doscientos turnos en Triple A, la crudeza del .180 de promedio de bateo volvió a aparecer en la pizarra. Los entendidos del beisbol saben que tras ese umbral, la redención es prácticamente imposible. Ramiro lo sabía también. Y lo recuerda como si no hubieran pasado ya más de 10 años: bateó el mismo roletazo a segunda base, la ignominia de otro out, la marcha muda de regreso al dugout. “No dije nada. Agarré mis cosas, subí. Me quité el uniforme, me puse unos tenis, fui al hotel y dije “ya, hasta aquí llegué”, cuenta el infielder.
Cuando acabó la entrada y fue tiempo de salir al campo de nuevo, había un vacío insólito en la segunda. El equipo notó su ausencia con el tiro del catcher a la intermedia. “¿Y Ramiro? ¿dónde está Ramiro?”, se preguntaban todos. Mientras sus compañeros se veían, incrédulos, Ramiro estaba ya en el cuarto del hotel, acostado en la cama, listo para abandonar todo.
“Dije ya, hasta aquí llegué, ya estuvo. Ya estaba cansado, estaba harto, no bateaba, no me salía nada, y sí, así me fui. De repente me empezaron a hablar. Hablé con el manager y me dijo que nos veíamos mañana. Colgué y me solté a llorar. Lloré, lloré. Dije ya, me voy a retirar del béisbol, ya estuvo. Me quedé dormido así llorando, ya no cené, ni hice nada”, recuerda Peña.
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Al día siguiente aceptó el castigo del manager con resignación, pero supo que algo tenía que cambiar. “Para ese entonces yo no bateaba como yo bateaba, me cambiaban mucho la forma; que tenías que batear así, que tenías que batear acá, y yo llegué y dije ya, voy a batear como yo sé, con mi movimiento natural”, cuenta Ramiro. “A partir de ese día empecé a pegar hits. Dos hits, dos hits. Y terminé bateando como .260”, dice.
Fue ese aprendizaje brutal —esa noche salada de lágrimas— lo que le dio la fuerza para seguir resistiendo las exigencias de las Grandes Ligas. Porque después de haberse hallado la cúspide con una Serie Mundial en 2009 con los Yankees, Ramiro estaba dispuesto a inmolarse en cualquier sacrificio con tal de recobrar su sitio en el altar mayor del beisbol.
Su primera llamada a las Grandes Ligas llegó envuelta en un vértigo solemne. Era 2009, la víspera de la inauguración del nuevo Yankee Stadium, cuando el muchacho supo que debía cargar con todas sus pertenencias porque podía quedarse con el equipo grande o ser relegado de nuevo a Triple A. Hasta que por fin llegó la sentencia que sellaría su destino: una invitación a aquel Olimpo que eran entonces los Yankees.
Brian Cashman y Joe Girardi —el general manager y el manager, los dos pontífices de aquel templo— lo llamaron a su oficina para comunicarle la noticia con la escueta y grave formalidad de la organización newyorkina: “Felicidades. Hiciste el equipo. Bienvenido a Grandes Ligas”.
Ramiro salió al vestidor y se dejó caer en una silla. No pensó nada. O pensó demasiado. Durante media hora se quedó mudo, como si el tiempo mismo se hubiera roto para permitirle atisbar el abismo de su propio asombro.“Me quedé en shock. No sabía si llorar o reír. Me quedé en blanco, como si hubiera hecho algo malo”, recordaría después. Pero el vértigo era dulce.
Su debut llegó en Baltimore, en el Opening Day de 2009. Ya vestido con la franela de los Yankees y listo para salir al terreno, se permitió una pausa para contemplar las tribunas, los pasillos, el rumor del público. El joven regiomontano no estaba acostumbrado a aquellos anfiteatros desmesurados, pero no dejó que la enormidad lo engullera.
Ese mismo año saboreó la dulzura de la Gran Manzana en su forma más pura: ganó su primera y única Serie Mundial —la más reciente de los Yankees, además— y su nombre quedó inscrito para siempre en el mármol solemne de los campeones.
—¿Qué Ramiro fuiste en New York?
—El novato que iba empezando, era un joven con muchas ilusiones, muchas metas. Pero obviamente me faltaba mucho que aprender, tenía mucho que aprender.
Japón y la búsqueda interior
Si Nueva York le enseñó el ruido, Hiroshima le enseñó el silencio.
El segundo Ramiro nació lejos de casa, cuando el invierno japonés le recibió con inclemencia. Bastó tomar un tren de Tokio a Hiroshima para contemplar las estampas imposibles: el sol luminoso que de pronto cedió a un gris severo y para que después, la nieve inesperada alfombrara el camino. Fue su primera lección: Japón no se rendía a las simplificaciones.
Después de 7 temporada en Grandes Ligas con los Yankees, Braves y Giants, en 2017 Ramiro llegó al país del sol naciente con los Hiroshima Toyo Carp. La llegada fue una prueba en sí misma. “No fue tan fácil, la verdad, porque obviamente la cultura es muy diferente”, cuenta el infielder.
El primer día se despertó a las 4 de la mañana. Salió a caminar sin saber dónde iba. “No entendía nada. No había ningún letrero en inglés. Ni una sola letra del alfabeto me encontré por allá”, rememora. Empezaron así los días, marcados por el desconcierto de los idiomas extraños y la certeza de estar irremediablemente lejos de casa.
Para sobrevivir a aquel laberinto lingüistico, dependía de un traductor entre su voz y la de sus compañeros. Ramiro aprendió los alfabetos más básicos, hiragana y katakana, aunque el kanji —con sus miles de ideogramas y significados bifurcados— le resultaba un enigma insondable.
Sus balbuceos en japonés arrancaban sonrisas y gestos amables, pero hubo un punto en el que comprendió que tanta preocupación por descifrar el idioma empezaba a eclipsar su propósito esencial: jugar beisbol. Entonces se recordó a sí mismo que había viajado a Japón no para dominar gramáticas imposibles, sino para volver a concentrarse en su arte.
El problema es que el beisbol allá era diferente. Muy diferente. “Era muy raro. Sí tienen unas ideas muy diferentes en general. Los managers tienen sus ideologías, sus pensamientos de que: “ahorita soñé que ibas en el octavo, ibas a resolver, te puse octavo para que tú definas el juego” y todos “ah caray”, así como que te cambian de una. Pero bueno, ellos saben. Cada quien tiene su forma. Ellos tienen su forma, su estilo, y sí es muy diferente”, relata.
En el Spring Training los llevaron a una isla remota, un reducto donde solo cabían dos ocupaciones: entrenar y recluirse. “No había nada. Estábamos ahí, en pleno monte. Era todo entrenar y encerrarte en el cuarto. Obviamente se empieza a extrañar la familia, los amigos, la comunicación, pero bueno, sí se batalló”, admite Ramiro. Allá se descubrió vulnerable. La jornada concluía en la habitación, exhausto, donde la noche era larga y el silencio, denso como plomo.
En Japón, el béisbol se le reveló con un sentido nuevo. Ramiro miraba incrédulo las secuencias vertiginosas e impacientes de sus compañeros ante los lanzadores rivales: tres pitcheos, tres outs. “En un pitcheo de una se van. Pero no, hay que esperarlo, hay que ser pacientes con los pitcheos. Teníamos muchos innings de cuatro, cinco pitcheos. Y yo decía "oye, pues no, ¿a qué estamos jugando?”.
Aquella temporada terminó convertida en un ejercicio de paciencia. Lo llamaban para un juego, lo sentaban al siguiente. A veces apenas le concedían un par de turnos antes de sustituirlo en la quinta entrada. Él, que había aprendido a ser pelotero todos los días en Estados Unidos, no lograba entender la metodología intermitente del equipo.
Lo desconcertó especialmente la franqueza con que, después de bajarlo a las Ligas Menores, le dijeron que preferían al bateador local que había tenido un solo hit en el Spring Training: “Es japonés, lo queremos a él”, le dijeron. Era un recordatorio brutal de lo lejos que estaba de casa. “Ahí fue cuando dije “¿dónde ando?, estoy lejos de la casa… Me mataron el interés de jugar ahí”, reflexiona.
Su esposa, consciente del desánimo, le habló con la verdad que sólo los íntimos se permiten: “Ya estás aquí. Échale ganas. A lo mejor te dan la oportunidad”. Ramiro obedeció. Se enfocó de nuevo. Dos semanas prodigiosas le devolvieron el respeto del equipo y lo subieron nuevamente. Pero el desencanto regresó: lo usaban con capricho, tres turnos por juego, luego a la banca. Un hit no bastaba para ser titular. Un doble tampoco.
Con un último resto de orgullo, pidió al manager que al menos le diera las dos semanas finales completas para demostrar de qué estaba hecho. El último tramo del año se lo concedieron como tregua, Ramiro se sintió jugador de nuevo, pero supo que aquel era un romance imposible.
A pesar de las inclemencias del ánimo, Japón justificó con creces la travesía. Aquel viaje fue, para él, una inmersión espiritual, un ejercicio de introspección radical. El tatuaje que porta en el brazo izquierdo, consagrado a la meditación, lo atestigua.
—¿Te ayuda mucho meditar?
— Sí, me ha ayudado mucho. Fue una de las cosas que empecé allá en Japón. Empecé a meditar, visualizar y varias cosas más.
—¿Qué Ramiro fuiste en Japón?
—Fue un cambio de ideologías, de temas más personales. Hablando de religión, fue un cambio muy grande eso, el estar allá, el conocer la cultura, la forma como ellos piensan, sí me puso a pensar, sí me movió, y sí me ayudó también, bastante.
El ídolo de Monterrey
Ya no era el muchacho que lloraba hasta dormir en un hotel, o que miraba por la ventana los campos nevados de Hiroshima con el alma estrujada de lejanía. En Monterrey, Ramiro volvió a ser un niño y regresó para cumplir su sueño más puro: el de jugar con los Sultanes.
Su retorno tenía algo de rito, algo de deuda antigua con la casa de su infancia, donde siempre lanzaba contra la pared, recogía su propio rolling y narraba la jugada con la solemnidad de cualquier cronista: “La gente de pie, dos outs, rola a la segunda base…”. En sus sueños no existían las Grandes Ligas, no existía Japón. Existía la Liga Mexicana de Beisbol, existían los Sultanes de Monterrey.
“Ya había jugado en Estados Unidos, ya había jugado en Japón y regresé a México. Yo tenía toda la emoción, porque en realidad pues era algo que yo había soñado, jugar en Sultanes. Mi sueño de jugar en otros lados nunca, nunca, nunca, nunca lo soñé. Simplemente se fue dando, pero mi sueño era jugar en Sultanes”, insiste.
Por eso el primer hit tuvo la gloria de un primer amor, un regreso al origen, pero también una consagración largamente postergada. Pidió la bola de su primer imparable como algo más que el trámite para un veterano curtido de estadios lejanos: era la prueba tangible de que había vuelto a casa, convertido en el pelotero que su yo de niño había imaginado. “Me acuerdo que pedí la bola y el catcher, Burruel, me dijo: “Nos seas mamón, ¿cómo vas a pedir la bola? Le digo, pues no tengo, voy debutando, entiende”, cuenta entre risas.
En 2018 los Sultanes de Monterrey fueron campeones de la Serie del Rey gracias a un imparable de Ramiro Peña con casa llena en la novena entrada ante los Guerreros de Oaxaca. Esa noche cumplió el anhelo de un niño regiomontano que, años atrás, soñó con este instante desde las gradas, desde las cuatro paredes de su casa; era el mismo Ramiro que, con ocho años, se tomó una foto tembloroso de emoción junto a Remigio Díaz. En él se escondía, intacto, el niño al que le llamaban pollito —heredero del apodo de su padre, el Pollo—, y que iba al estadio con los ojos abiertos de asombro, a estudiar cada movimiento de sus ídolos desde la tribuna.
—¿Qué jugador es ahora Ramiro en Sultanes?
Un jugador con un poquito más de experiencia, con un poquito más de cabeza, de pensar, de ir visualizando juegos; visualizando cómo puede ser mejor líder, mejor compañero, cómo puedo hacer no nada más yo ganar, sino hacer que todos mis compañeros se me unan y tengamos esa meta, que no se pierda nadie. Poco a poco se fue moldeando este Ramiro.
