El capitán de la lluvia y el purgatorio de Maramures, la fascinante historia de Fritz Walter y el Milagro de Berna

Fritz Walter sobrevivió a la guerra, a la malaria y al exilio antes de convertirse en capitán del milagro que devolvió a Alemania la fe en sí misma. 
Fritz Walter es alzado por la multitud tras la final del Mundial de 1954 en Berna
Fritz Walter es alzado por la multitud tras la final del Mundial de 1954 en Berna / FIFA

La mañana del 4 de julio de 1954, el cielo sobre Spiez, Suiza, amaneció con una fisonomía plúmbea. Una arquitectura de nubes, bajas y amenazantes, acechaban los Alpes berneses. En una de las habitaciones del Hotel Belvédère, Friedrich "Fritz" Walter contemplaba el cristal empañado.

A sus 33 años, el cuerpo de Walter era un mapa de cicatrices invisibles y una geografía de temblores latentes; la malaria que padecía —contraída en los estertores de la Segunda Guerra Mundial—le había legado una fatiga muscular que solo se apaciguaba bajo el rigor del frío y la humedad.

Te puede interesar: Uzbekistán en la Copa del Mundo, los lobos blancos que domesticaron su propia fatalidad

Ese cielo encapotado cobijaba la final de la Copa del Mundo de 1954, el partido que cerraba una Europa todavía en ruinas. Alemania Occidental había llegado hasta ahí casi por accidente; del otro lado aguardaba Hungría, el equipo imposible, invicto desde hacía años, una orquesta feroz que ya los había desnudado semanas antes. 

Fritz Walter, de Alemania Occidental, posa con la Copa Jules Rimet tras ganar la final de la Copa del Mundo ante Hungría
Fritz Walter, de Alemania Occidental, posa con la Copa Jules Rimet tras ganar la final de la Copa del Mundo de la FIFA ante Hungría, disputada en Berna, Suiza. Alemania Occidental ganó el partido y el trofeo por 3–2. / Allsport/Hulton

Para Walter el futbol era una expiación. Alemania, reducida a los escombros tras el delirio del Tercer Reich, buscaba desesperadamente un acto de redención que le devolviera la fe al alma teutona. Y allí estaba Fritz, el arquitecto del Kaiserslautern —el club en el que jugó durante 30 años—, un hombre de modestia patológica que sufría de crisis existenciales que solo su mentor, el hierático Sepp Herberger —el Chef, manager de la selección alemana de futbol en 1954—, sabía gestionar.

Pero la verdadera leyenda de Fritz Walter no se fraguó en el césped segado de los estadios, sino en el fango de un campo de prisioneros en Maramures, en la actual Rumanía, en 1945. Walter, un soldado de la Wehrmacht —las Fuerzas Armadas de la Alemania nazi— de veinticuatro años, demacrado y febril, aguardaba el traslado a los gulags siberianos —campos de trabajos forzados del sistema penitenciario de la Unión Soviética—, un destino que para la mayoría era una sentencia de muerte por agotamiento.

En aquel purgatorio, la vida se decidió en un partido informal entre prisioneros y guardias húngaros y eslovacos. Walter, incluso en su estado de inanición, jugó con una gracia que resultaba insultante para la miseria circundante. Un guardia húngaro, cuya mirada había capturado la elegancia de Fritz tres años antes en un amistoso de la selección alemana en Budapest, lo reconoció. 

Fritz Walter, quien ganó la Copa del Mundo con Alemania Occidental en 1954, visita a la selección española
Fritz Walter, quien ganó la Copa del Mundo con Alemania Occidental en 1954, visita a la selección española en su campo de entrenamiento en Birmingham durante el Mundial de 1966 en Inglaterra, el 13 de julio de 1966. Sostiene una versión en miniatura de la Copa Jules Rimet. / Central Press/Hulton Archive/Getty Images

"Yo lo he visto jugar", debió susurrar el centinela. Con una mentira piadosa —asegurando que Fritz no era alemán, sino del Protectorado del Sarre—, el guardia borró su nombre de la lista de deportados. Aquel fue, en palabras del propio Walter, el partido más crucial de su existencia, el que le permitió seguir respirando.

Años después, en Suiza, la deuda de gratitud con el futbol húngaro flotaba en el ambiente como un perfume amargo. El equipo húngaro de los "Magiares Poderosos", liderado por el orondo y genial Ferenc Puskás, llegó a la final con una racha de 32 partidos invicto. Eran los dioses del Olimpo futbolístico, y Alemania, una nación de parias deportivos que apenas regresaba a la mesa de las naciones, parecía destinada a ser el sacrificio ritual.

Herberger, un estratega que entendía la psique humana tanto como el rigor táctico, orquestó una convivencia inusual en Spiez. Consciente de la naturaleza introvertida y los momentos de duda de Fritz, el capitán, Herberger cometió un acto de genialidad. Para contrarrestar el pesimismo del melancólico Fritz, lo emparejó en la habitación del hotel con Helmut Rahn, un tipo ruidoso, audaz y rebosante de una confianza insolente. Eran el yin y el yang de la recuperación alemana. 

Cuando los equipos saltaron al Wankdorf Stadion el 4 de julio, el diluvio ya era una realidad. "Fritz, hoy es tu clima", le dijo Herberger al oído. Pero el inicio fue una catástrofe wagneriana. En ocho minutos, los húngaros ya ganaban 2-0 . El fantasma del 8-3 de la fase de grupos —donde Herberger había alineado un equipo de suplentes en un magistral ejercicio de ocultación táctica— parecía materializarse.

Walter, sin embargo, no permitió que la duda lo consumiera esta vez. Con el agua calando sus huesos y mitigando la fiebre de la malaria, orquestó la reacción con una frialdad matemática. Inició la jugada que terminó en el gol de Morlock y, poco después, lanzó el córner que permitió a Rahn igualar el marcador.

El partido se convirtió en una guerra de desgaste en un campo que era más un pantano que un terreno de juego. Mientras los húngaros resbalaban, los alemanes, calzando las revolucionarias botas de tacos intercambiables de Adi Dassler, mantenían una tracción que por momentos parecía desafiar las leyes de la física .   

Fritz Walter, en hombros y empapado, sostiene la Copa Jules Rimet tras la final del Mundial de 1954
Fritz Walter, en hombros y empapado, sostiene la Copa Jules Rimet tras la final del Mundial de 1954 / FIFA

En el minuto 84, el tiempo se detuvo. Rahn disparó desde la frontal. El narrador Herbert Zimmermann perdió la compostura y el decoro en la radio. “¡Gooooool! ¡Alemania es campeona!”, gritó. Fritz Walter, con el brazalete de capitán y la lluvia lavando el polvo del deshonor, levantó la Copa Jules Rimet. Wir sind wieder wer —volvemos a ser alguien—, se decía en las tabernas de Berlín y Kaiserslautern. Así nació el Milagro de Berna.

En los años posteriores, Fritz Walter recibió ofertas de una opulencia obscena del Atlético de Madrid, el Real Madrid y el AC Milan —cheques en blanco que habrían transformado su vida—, pero Walter siempre regresaba al regazo de su Kaiserslautern y a la compañía de su esposa, Italia Bortoluzzi. Prefería gestionar un cine y una lavandería en su ciudad natal que ser un mercenario del éxito internacional .

En 1956, cuando la Unión Soviética aplastó la Revolución Húngara, dejando a Puskás y sus compañeros en el exilio y la precariedad, Walter no olvidó al guardia de Maramures. Durante dos años, financió y gestionó la estancia del equipo húngaro en Europa Occidental y pagó su deuda de vida. 

Se retiró en 1959 y dejó tras de sí un rastro de quinientos goles y una impronta moral que hoy se institucionaliza en la Medalla Fritz Walter, el galardón que reciben los jóvenes talentos —como Kroos, Neuer o Götze— que aspiran a heredar su integridad.

Murió el 17 de junio de 2002, pocos días antes de que su Alemania jugara otra final mundialista. 

Cada vez que llueve sobre el estadio que lleva su nombre en Kaiserslautern, Fritz Walter vuelve a estar en su elemento, vigilando desde las sombras del Betzenberg que el futbol siga siendo, por encima de todo, un asunto de honor y de lluvia.


Published |Modified
Alejandra González Centeno
ALEJANDRA GONZÁLEZ CENTENO

Reportera y creadora de contenido en Sports Illustrated México.