REVISTA | ANABE: El día que el beisbol en México se detuvo

Al principio fue desconcierto. Los Tigres ya estaban en el campo pero del otro lado el dugout escarlata permanecía en un silencio inquietante. No había señales de peloteros, ni del cuerpo técnico, ni del ritual bullicioso que antecede al primer lanzamiento.
Aquella noche de julio de 1980, el Parque del Seguro Social parecía suspendido en una espera sin respuesta. En el viejo coloso de la Colonia Narvarte, unos 15 mil fanáticos aguardaban inquietos el inicio de la serie más intensa del verano: Tigres capitalinos contra Diablos Rojos del México, un enfrentamiento que dividía la capital y que en cada juego renovaba la vieja rivalidad de una guerra doméstica que había hecho del beisbol un asunto personal.
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Nadie lo sabía aún, pero abajo, en el clubhouse, empezaba la conjura que cambiaría para siempre la historia de la Liga Mexicana de Beisbol.
– No vamos a salir a jugar – amenazaron los peloteros.
– Tienen que salir a jugar, les voy a dar 5 minutos – les advirtió Ángel El Gallego Vázquez, el entonces dueño de los Diablos Rojos del México.
— Esto ya es definitivo —sentenció Ramón 'El Abulón' Hernández, líder de la Asociación Nacional de Beisbolistas (ANABE). De guante fino y bate preciso, era el segunda base escarlata y uno de los mejores jugadores de la Liga por aquellos años—. Si no hay diálogo, no hay juego.
“Los primeros que dijeron ‘no jugamos’, fueron los Tigres”, recuerda El Abulón, mientras se balancea en una silla mecedora en la sala de su casa. “Pero Alejo Peralta llegó y los amenazó. Fueron los primeros que salieron al campo”, dice.
Alejo Peralta, el magnate dueño de los Tigres y a la vez presidente de la Liga Mexicana de Beisbol, se erigía como una de las figuras más autoritarias de la Liga.
De mirada severa y bigote canoso, Peralta encarnaba la versión más rígida y empresarial del beisbol mexicano. “Los propietarios veían a los jugadores más como animadores desechables que como trabajadores. Sentían poca obligación de tratarlos conforme a los códigos laborales y no tenían intención alguna de permitirles organizarse”, explica David G. LaFrance en Labor, the State, and Professional Baseball in Mexico in the 1980s”, publicado en Journal of Sport History en 1995.
A las ocho en punto, treinta minutos después de la hora señalada para el playball entre Tigres y Diablos, el estridente y distorsionado sonido de los altavoces del estadio interrumpió la tertulia nocturna: el anuncio era oficial, los Diablos Rojos no saldrían al terreno de juego.
–¿Entonces no van a salir a jugar?– preguntó El Gallego Vázquez
–No–, respondió el Abulón, en nombre de todos los peloteros.
Cuando le informaron a Alejo Peralta que los peloteros se habían negado a jugar, respondió con el desprecio de quien se sabe intocable. “Pues mándalos a chingar a su madre, a todos, que yo mañana te formo otro equipo”, le dijo a Ángel Vazquez.
“Ya van a ser 45 años el primero de julio, todavía no ha podido formar el equipo”, ríe El Abulón.
El 1 de julio de 1980 quedó marcado en el calendario de la historia de México como el día en que el beisbol se detuvo.
Firmes y resueltos, los jugadores eligieron la huelga como una respuesta inevitable después de tres agravios que no estaban dispuestos a tolerar. El primer strike cayó con la suspensión de René Chávez por toda la temporada sin juicio o derecho a apelación, un castigo para algunos desproporcionado, después de golpear a un umpire que le marcó dos —cuenta la leyenda que fueron tres— balls consecutivos en un juego.
El segundo ocurrió en Veracruz, cuando varios policías —convocados por el gerente de El Águila, el cubano Armando Rodríguez— irrumpieron en el vestidor de los Ángeles de Puebla, para arrestar y golpear a los jugadores del equipo visitante tras una pelea ocurrida durante el juego.
El tercero, —que de hecho ocurrió después de la fundación de la ANABE y como consecuencia directa de los dos sucesos anteriores— fue el despido de Vicente Peralta. El histórico receptor de los Tigres capitalinos fue dado de baja —por Alejo Peralta— con la justificación de un “bajo rendimiento” durante la temporada, aunque el verdadero motivo fue su abierta militancia en la causa de la ANABE.
El 2 de julio, un día después de que los Diablos Rojos se negaron a salir al campo, El Abulón Hernández apareció en La Afición con una portada que quedaría para la historia. “En huelga los Diablos Rojos”. Ese mismo día, la rebelión se extendió: los Ángeles de Puebla se negaron a jugar en Poza Rica, y en cuestión de días, la solidaridad se volvió multitud. Cerca de 400 peloteros —de los 500 registrados—, pertenecientes a 14 de los 20 equipos de la LMB, se unieron abiertamente a la ANABE.
La Liga, comandada por Peralta, despidió a todos los jugadores que se unieron a la protesta; continuó la minitemporada con apenas seis de los 20 equipos que conformaban la Liga, pero sin varias de las estrellas por las que los fanáticos abarrotaban los parques de pelota en aquellos años.
“Un día, a alguien se le ocurrió que el beisbol se podía hacer sin jugadores, sin su opinión, sin su dignidad”, dice El Abulón.
Los jugadores agremiados —ya sin recibir salarios de sus equipos— se vieron obligados a formar su propio circuito, la Liga Nacional de Beisbol Profesional. Buscaron apoyo en sindicatos de todo el país y fondos a través de patrocinadores. La Liga logró ponerse en marcha con ocho equipos errantes que muchas veces no tuvieron estadios donde jugar.
Este sueño fue saboteado sistemáticamente por Alejo Peralta y otros propietarios de la Liga, quienes utilizaron todo tipo de jugarretas para ahogar el proyecto. Con el apoyo de figuras políticas y medios de comunicación afines, impidieron que los equipos de la Liga Nacional usaran estadios públicos, bloquearon transmisiones en radio y televisión, e incluso ofrecieron acuerdos a las televisoras para eliminar toda mención de la liga rebelde.
La estrategia fue efectiva: sin visibilidad, sin ingresos publicitarios y sin infraestructura estable, la Liga Nacional enfrentó conflictos internos y fue víctima de empresarios oportunistas que sólo buscaban ganancias inmediatas.
Los ingresos que obtenían de la venta de boletos, eran prácticamente la cantidad justa para cubrir los gastos de organización de los juegos. Las esposas, madres e hijos de los jugadores, vendían tortas en los juegos para recoger algo de dinero. Los Metropolitanos, el equipo en el que jugaba Abulón Hernández, nunca tuvo patrocinador.
–¿Cómo sobrevivió?– pregunto.
–De puro milagro–dice.
Lo intentaron, pero después de 6 dignos años, la Liga Nacional fue insostenible y en 1986 se desvaneció, silenciosamente, en medio de la euforia por el Mundial de Futbol en México. Lo que pudo haber sido un cambio histórico en el beisbol mexicano terminó reducido al olvido institucional, mientras los nombres de sus protagonistas siguen ausentes del Salón de la Fama y de la memoria oficial del deporte nacional.
Aquel 1 de julio de 1980 marcó un antes y un después en la Liga Mexicana de Beisbol, que después de esa noche en el Parque del Seguro Social, jamás volvió a ser la misma.
El sonido distorsionado del estadio volvió a interrumpir aquella tertulia nocturna. “Los boletos serán válidos para mañana”, se escuchó en el altavoz. Ese juego nunca llegó.
