El silencio que ruge: Gabriel Jiménez y el arte de ser el Tigre Chacho de la Liga Mexicana de Beisbol

Cuando tenía apenas 17 años, Gabriel Jiménez encontró su destino en la silente elocuencia del mimo y se convirtió entonces en un poeta del gesto.
En la Plaza Hidalgo de Coyoacán, en medio del bullicio y el vaivén del sur de la Ciudad de México, se desbordaba la dualidad de su rostro pintado: la mitad, marcada por un blanco níveo y la otra, con una lágrima oscura dibujada en la mejilla. Las dos caras de la comedia entrelazadas en los complejos relieves de su piel.
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Fue en esa misma plaza, palpitante de historia y bohemia, donde los designios del azar cruzaron su destino con el de los Tigres de Quintana Roo.
En medio de los aplausos furtivos de los transeúntes y curiosos de paso, los emisarios del equipo percibieron en él la llama silenciosa de un intérprete capaz de decirlo todo sin palabras. Desde entonces, y ya durante 30 años, Gabriel ha encarnado al Tigre Chacho, la entrañable mascota del equipo, la más longeva y emblemática de la Liga Mexicana de Beisbol.
El arte de hablar en silencio
—¿Y por qué mimo?
—Pues, fue de la nada.
El azar lo condujo por los senderos del Bosque de Chapultepec y en un claro del parque, un círculo de colores y silencios lo detuvo en seco: payasos, mimos, contorsionistas del gesto, artesanos del asombro. Gabriel se detuvo a mirar con una inexplicable fascinación y no tardó en acercarse al grupo.
“Me empecé a involucrar con ellos, aprender y yo creo que el destino te va marcando el camino. A mí me gustó. Yo participaba, les ayudaba, empecé realmente como ayudante y después un buen día me solté, dije: si ellos pueden, ¿por qué yo no? Ahí me di cuenta de que yo cautivaba a la gente”, cuenta Gabriel.
Finalmente se lanzó al centro de la escena y su cuerpo empezó a hablar por él. El público se agolpaba sin que él lo notara, atraído por esa extraña alquimia de timidez y talento. Cuando por fin alzaba la vista, ya estaba rodeado. Había nacido un mimo. “La verdad es que me empezó a ir muy bien, fui muy popular en la Ciudad de México, en Coyoacán, fui de los mejores mimos”, rememora Jiménez.
Nacido y criado en Coyoacán, en algún número de la calle Presidente Carranza, Gabriel regresó al lugar de su infancia como un hijo pródigo.
Rehuía del uniforme canónico del mimo —aquel disfraz de franjas carcelarias— y en su lugar, optaba por la austeridad del contraste de una camisa blanca y un pantalón negro. “Nunca usé el clásico de rayas, siempre era una playera blanca, un pantalón negro y zapatos negros, siempre me han gustado esos colores, porque también significan el día y la noche, sol y oscuridad… me gustaba eso”, dice Jiménez.
Se convirtió en un rostro recurrente en las calles de la ciudad. Su renombre lo llevó incluso a ser uno de los artistas seleccionados para conocer a Marcel Marceau —el más célebre mimo del mundo— en el Palacio de Bellas Artes. “Lo llevaron a Coyoacán, tuvimos la oportunidad de hablar con él, de platicar, de tomarnos fotos. Fue una experiencia muy padre que marcó mucho mi vida”, relató el intérprete del Tigre Chacho.
Gabriel, que durante la semana trabajaba en una agencia de publicidad, encontraba en los fines de semana su verdadera vocación. Bastaban unas horas en la Plaza Hidalgo para volver a ser quien realmente era. Un hombre que aprendió a hablar con las manos y a narrar con la sombra de una ceja. Todo, gracias a un paseo sin rumbo por Chapultepec.
"Chacho y yo somos un complemento"
Desde pequeño el beisbol formó parte de su imaginario más entrañable. Era apenas un niño cuando pisó por primera vez el Parque del Seguro Social y vivió su primer encuentro con el asombro: Fernando Valenzuela.
“Yo fui a un partido de béisbol, el último que él pitchó en el Parque del Seguro Social jugando contra Tigres. El estadio se llenó y fue muy chistoso porque en la quinta entrada que él ya no salió, el estadio se vació, prácticamente todos iban a ver a Fernando, y quién iba a pensar que a los años, yo ya iba a estar ahí, pero actuando, perteneciendo al segundo equipo más ganador y más emblemático”, celebra Chacho.
Lo que entonces fue una tarde cualquiera en las gradas del Parque del Seguro Social, se transformaría, años después, en el prólogo de su propia historia dentro del diamante. Aquel niño que aplaudió a Fernando Valenzuela desde la tribuna, había recibido —sin saberlo— un llamado silencioso.
Una tarde cualquiera, mientras descansaba en una banca de Coyoacán, Gabriel fue sorprendido por dos personas —entonces desconocidas— que se acercaron a preguntarle si había escuchado hablar de los Tigres capitalinos. “Me dijeron: Oye, no sé si has escuchado hablar de los Tigres, nosotros venimos de ahí. Tenemos una mascota que se llama Chacho, el fundador es don Alejo Peralta, pero por instrucciones de más arriba nos mandaron contigo. Ya te hemos venido a observar dos, tres veces, vemos que cautivas mucho a la gente, que actúas, que la gente se entretiene, que haces algo y la gente te responde, entonces queremos que tú seas nuestra botarga, porque la persona que está ya se está retirando. Queremos que ahora tú le des vida”, narra Gabriel.
Unos días después, Gabriel se probó el traje. Lo contrataron de inmediato. Firmó por cinco años. La historia estaba por comenzar.
Desde el primer día, supo que aquello era mucho más que un trabajo. Subirse al escenario del estadio, frente a miles de personas, lo llenó de adrenalina. “Yo estaba acostumbrado a trabajar ante 500 o mil personas en la calle… pero aquí eran 15 mil”, recuerda. Desde entonces ha estado con el equipo e incluso los acompañó durante sus dos grandes mudanzas: cuando jugaron en Puebla en 2002 y cuando finalmente la organización viajó a Cancún en 2007.
La conexión entre Gabriel y Chacho es profunda. “Yo como Gabriel soy más serio, más reservado, y con Chacho, pues no. Siempre he dicho que yo soy la pila y le pongo la pila al muñequito y empieza a funcionar. Sí somos diferentes, pero cuando nos juntamos los dos hacemos un trabajo, pues padre. Ya somos un complemento: yo sin Chacho no soy, y Chacho sin mí tampoco es”, dice Gabriel.
Y sí, hay sacrificios. El calor de Cancún puede ser brutal dentro del disfraz. Gabriel termina empapado, agotado, a veces con la voz al límite. Pero lo compensa el aplauso, el cariño del público, los gritos de aliento. “Vale la pena”, dice, sin dudarlo.
A lo largo de los años, ha sido testigo de todo tipo de momentos: desde guerras civiles beisboleras hasta incidentes con aficionados traviesos. Una vez, unos fanáticos de los Diablos Rojos le arrancaron la cabeza de la botarga en plena función. “Son cosas que pasan”, dice con resignación. Otra vez, en medio de los playoffs, cumplió un sueño que había confesado al dueño del equipo: llegar al estadio en helicóptero. Y lo logró.
Ha vestido otros trajes también: fue el primer Goyo en el fútbol mexicano, y también ha animado partidos de básquetbol con el equipo Calor de Cancún. Pero su alma, dice, sigue siendo tigre. Literal y simbólicamente. Cuando era niño, le preguntaron qué animal quería ser. Dijo que un tigre, “por su audacia, su respeto, su imponencia”. Hoy, se ríe al contarlo: “Mira, ahora soy un tigre. Dócil, pero tigre”.
Detrás de todo, claro, hay un hombre. Un hombre que, al quitarse la cabeza del Tigre, vuelve a ser Gabriel: padre, esposo, un ciudadano común. Que recoge sus cosas, se quita el sudor con una toalla y guarda el traje con delicadeza para el día siguiente.
