ARCHIVO SI | Cuando Brooklyn ganó

Cada sábado, Sports Illustrated México reedita íntegramente una gran historia del archivo de la revista. Nos remontamos a octubre de 1955, cuando los Dodgers de Brooklyn por fin vencieron a los Yankees y se llevaron la Serie Mundial. Pero en Brooklyn, aquel gran día ya forma parte de la historia.
Secuencia de Jackie Robinson (42), de los Brooklyn Dodgers, robándose el plato ante Yogi Berra (8), de los New York Yankees en el octavo inning en Yankee Stadium. Safe en home después de robarse la base en el Juego 1.
Secuencia de Jackie Robinson (42), de los Brooklyn Dodgers, robándose el plato ante Yogi Berra (8), de los New York Yankees en el octavo inning en Yankee Stadium. Safe en home después de robarse la base en el Juego 1. / Mark Kauffman/Sports Illustrated

Cada sábado, Sports Illustrated México reedita íntegramente una gran historia del archivo de la revista. La selección de hoy es WHEN BROOKLYN WON, de Robert Creamer, publicada originalmente el 17 de octubre de 1955.

¿Has leído alguna vez sobre gente bailando en las calles en momentos de gran alegría? Es una frase acertada, aunque casi siempre más figurativa que literal. Sin embargo, en la noche del 4 de octubre de 1955 realmente hubo bailes en las calles de Brooklyn, y también llanto de pura felicidad. Porque ese fue el día en que los Dodgers, después de tanto, tanto tiempo, trajeron por fin el campeonato mundial de beisbol a Flatbush. Cientos se apiñaron en el viejo Hotel Bossert de Montague Street para celebrar con los Dodgers. Miles más se agolparon afuera, vitoreando, gritando, bailando.

En el lejano Caribe, donde los Dodgers —primer equipo de las Grandes Ligas en romper la barrera racial del beisbol— eran inmensamente populares, unas 5,000 personas desfilaron durante cuatro horas por la ciudad de St. Thomas, en las Islas Vírgenes, con pancartas que decían “At last—Brooklyn wins” y “Snider, Duke of Bedford Avenue”. En Ciudad Trujillo, República Dominicana, donde los Dodgers habían hecho su pretemporada en 1948, un periodista ingenioso escribió que un recién nacido había sido bautizado Podres García, en honor a Johnny Podres, el héroe del pitcheo de Brooklyn en la Serie.

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Oh, fue un día grabado a fuego en la memoria. Y también un juego digno de recordarse. Debes entender que cada vez que los hombres del beisbol se reúnen a charlar, a revivir viejas jugadas y refrescar recuerdos amarillentos, siempre terminan desenterrando partidos ya lejanos y proyectándolos en la cinta de la nostalgia. Recuerdan una jugada defensiva de uno, la forma en que un hombre corrió las bases en otro, o las hazañas de un bateador en algún más.

De vez en cuando evocan el partido completo, el conjunto, lo que lo precedió y lo que vino después, y entonces se trata de un recuerdo verdaderamente especial, porque de entre los miles y miles de juegos disputados desde el principio de los tiempos —que según la leyenda del beisbol se remonta a 1839— solo un puñado, quizá una docena o dos, recibe ese honor.

Así, cuando un partido recién terminado se suma de inmediato a ese grupo selecto —atrapado instantáneamente en la memoria, por así decirlo, como un insecto perfectamente conservado para siempre en un trozo de ámbar transparente— se trata, sin duda, de un juego muy raro.

Tal fue el séptimo y decisivo partido de la primera Serie Mundial ganada por los Brooklyn Dodgers. Ante todo, fue innegablemente histórico. Luego, porque fue la culminación de una extraordinaria remontada de los Brooklyns —que tras perder los dos primeros encuentros ganaron cuatro de los siguientes cinco para quedarse con la Serie— resultó espléndidamente dramático. Y, finalmente, porque marcó el fin de la curiosa dominación que los New York Yankees habían ejercido durante tanto tiempo sobre los Dodgers y destruyó el más reciente mito de la invencibilidad Yankee, fue, con toda justicia, épico.

Los pitchers fueron el delgado, moreno y aguileño Tommy Byrne, quien había coronado su regreso desde las ligas menores con una victoria sobre los Dodgers en el segundo juego; y el joven rubio y de ojos azules Johnny Podres, cuya magistral actuación ante New York en el tercer partido había frenado una posible barrida Yankee.

Los Dodgers, en las tres primeras entradas, apenas lograron poner a dos hombres en base ante Byrne, ambos por base por bolas, y ninguno pasó de primera. Pero los implacables Yankees, en la parte baja del tercer inning, parecían listos para demoler a Podres. Con dos outs, Rizzuto recibió boleto tras cuatro lanzamientos malos consecutivos, y Martin conectó sencillo. El torpe pero peligroso McDougald forcejeó con Podres, bola tras strike, hasta que la cuenta llegó a la clásica de tres y dos, y John Podres se halló al borde mismo del desastre. Mientras Podres y McDougald libraban su duelo, el amenazante Yogi Berra, en turno al bate, balanceaba lentamente dos bates de un lado a otro, con aire abstraído, observando a Podres como un gato paciente y hambriento.

A su crédito, Podres lanzó el envío de tres y dos sobre el plato, pero McDougald conectó un doloroso roletazo hacia tercera que parecía destinado a ser un hit seguro para llenar las bases, pues el antesalista, Hoak, que jugaba retrasado, no tenía oportunidad alguna de alcanzarla a tiempo. Rizzuto, que venía lanzado desde segunda, se deslizó en tercera… y, de manera increíble, la pelota, que avanzaba lentamente, rebotó en su pierna y se desvió más allá de la base. Por un momento nadie supo qué había ocurrido, hasta que se aclaró: la bola bateada había golpeado al corredor. Rizzuto estaba fuera. Se acabó la entrada. Los Dodgers estaban a salvo. Berra tuvo que dejar sus bates.

Los Dodgers anotaron la primera carrera del juego en la cuarta entrada, cuando Gil Hodges, con dos outs y un corredor en tercera, se plantó tercamente frente a Byrne, incluso después de que el zurdo pasara dos buenos strikes cantados, y luego le rompió el corazón con un sencillo al jardín izquierdo que trajo la carrera. Volvieron a anotar en la sexta, sumando lo que con justicia se llama la “carrera de seguro”. Es esa carrera extra que limita las maniobras del enemigo, altera su estrategia y, en general, brinda al equipo que la posee una grata dosis adicional de comodidad y confianza en momentos de tensión como, digamos, las tres últimas entradas del juego final de una Serie Mundial a siete partidos.

Comodidad, confianza o como se le quiera llamar, todo marchaba bien para los Brooklyns. Por ejemplo, el mánager Walter Alston se la jugó y buscó más carreras al enviar a un bateador emergente por Don Zimmer, su segunda base. El emergente falló, pero este era el día de Brooklyn, ¿comprendes?, y aun así la jugada resultó. Gilliam, que jugaba en el jardín izquierdo, pasó a la segunda base para reemplazar a Zimmer, y el pequeño Sandy Amoros, un cubano de veloces piernas, tomó el puesto de Gilliam en el izquierdo. Y casi de inmediato, en la parte baja de esa sexta entrada, llegó la jugada fantástica —la misma que se muestra ilustrada más arriba—, la jugada que trajo a los Yankees de golpe de vuelta a la tierra. Y Amoros fue la clave. Los sabios opinaron que Gilliam jamás habría hecho esa atrapada.

Las tres últimas entradas estuvieron cargadas de tensión. Ahora, al fin, parecía posible: los Yankees podían perder; y más aún, los Dodgers podían ganar.

El séptimo inning perteneció a Pee Wee Reese, el capitán del equipo, el veterano campocorto que había jugado en cinco Series Mundiales perdidas y que tanto deseaba conquistar una. Se lanzó sobre el roletazo de Skowron como un hurón, lo atrapó y completó la jugada. Cerv conectó otro rodado que Pee Wee, casi frenético de necesidad, atacó y resolvió con elegancia. Howard dio sencillo, pero el lesionado Mickey Mantle, como bateador emergente, levantó un elevado detrás de tercera, y Reese, corriendo bajo la pelota, rebotaba impaciente, esperando, rebotaba, rebotaba, atrapó la bola y volvió a rebotar, más ligero ahora, con el tercer out en su guante.

En la octava, los Yankees hicieron un último y vano intento desesperado por rescatar la victoria. Rizzuto conectó sencillo. El astuto Martin, con dos carreras de desventaja, intentó empujar un hit al derecho, pero Furillo llegó rápido y lo atrapó a la altura de las rodillas. McDougald disparó un sencillo. Berra, la amenaza, contuvo el aliento de Brooklyn, pero elevó un globo alto al derecho. Dos outs ya. El feroz Hank Bauer tomó turno, y los Yankees se agolparon en el borde del dugout. Podres lanzó una bola a Bauer, luego un strike cantado. Bauer conectó un foul atrás de la malla y tomó una segunda bola. Podres se preparó y lanzó con violencia, tan fuerte como pudo, con tal esfuerzo que cayó del montículo hacia tercera, tambaleándose para recuperar el equilibrio. El lanzamiento cruzó el plato. Bauer giró y falló, y la multitud rugió con un grito pleno, redondo, de victoria. Los Dodgers saltaron del campo.

La novena entrada fue de Podres. Su fuerza y velocidad resultaban abrumadoras, y la anticipación del triunfo se sentía en cada lanzamiento. Skowron rodó de regreso al montículo, y John, sacando la bola con torpeza de la malla de su guante, lo puso out. Cerv levantó un elevado fácil a Amoros. Howard, el último hombre, tomó un strike cantado (la multitud estalló en ruido), una bola, giró y falló (otra explosión), luego tomó una segunda bola alta. Salió del cajón de bateo, y la multitud lo abucheó con impaciencia. Volvió a colocarse. Conectó un foul atrás, otro más. El infield de los Dodgers se movía inquieto, nervioso. Podres lanzó de nuevo, un cambio grande, gordo, arrogante, al que Howard giró y bateó débilmente hacia el suelo, apropiadamente hacia Reese. Pee Wee la fildeó (comentaría después que le pareció que la bola tardó horas en llegar a sus manos), la lanzó a primera, a Hodges, y eso fue todo. Después de medio siglo de espera, los Brooklyn Dodgers eran campeones del mundo.

La jugada que hizo historia

En la parte baja de la sexta entrada del séptimo juego, con los Dodgers ganando 2-0, McDougald en primera y Martin en segunda, sin outs y Berra al bate con cuenta de una bola y ningún strike, Podres lanzó una recta baja y afuera que Berra levantó en un elevado alto y lejano hacia la línea del jardín izquierdo. Berra corrió hacia primera. McDougald, esperando anotar la carrera del empate si la pelota caía segura, se lanzó hacia segunda. Martin avanzó a medio camino entre segunda y tercera y se detuvo para ver si la bola sería atrapada.

El coach de primera base, Dickey, y el coach de tercera, Crosetti, permanecieron erguidos, observando la trayectoria de la pelota. Bauer, el siguiente bateador, se arrodilló en el círculo de espera cerca del bat boy Carrieri. El umpire de home, Honochick, se apartó un lado para seguir la trayectoria de la bola. El umpire de primera base, Dascoli, se ubicó varios pasos más allá de la base. El umpire de segunda base, Summers, volteó para vigilar la base. El umpire de tercera, Ballanfant, trotó unos pasos hacia el jardín. El umpire de left field, Flaherty, se movió rápidamente hacia la esquina del jardín izquierdo. Podres salió del montículo para respaldar la tercera base. El catcher Campanella se situó cerca del home plate. El primera base Hodges y el segunda base Gilliam, jugando profundos por Berra, corrieron a cubrir sus bases. El campocorto Reese se colocó al borde del césped del jardín cerca de tercera, listo para recibir un tiro hacia tercera o home. El tercera base Hoak esperaba en la base.

El jardinero izquierdo Amoros, que había estado jugando bien adentro del left-center (círculo blanco) por el zurdo Berra, corrió casi 45 metros (línea punteada) atravesando el césped del jardín hasta el punto donde la pelota caía en la esquina del left field. En el último momento, frenó con el talón del pie izquierdo y estiró la mano derecha, enguantada, para atrapar la bola. Este fue el primer out de la entrada. McDougald, ya un paso más allá de segunda, se giró apresurado y retrocedió hacia primera, pero Reese, esperando el tiro desde el jardín, lo divisó con el rabillo del ojo.

En el jardín, Amoros, después de atrapar la bola, giró rápidamente hacia tercera y lanzó con fuerza (línea continua) a Reese. Reese recibió el tiro a la altura de la cabeza por el lado del guante y, sin dudar, giró y envió la pelota (línea continua) atravesando el infield hacia Hodges en primera base. Hodges atrapó el tiro perfecto a la altura del pecho, en un estiramiento largo, justo a tiempo para doble play sobre un McDougald que deslizaba desesperadamente, marcando el segundo out. Bauer tomó turno y conectó un roletazo a Reese para el tercer out de la histórica entrada.


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