Fernando Valenzuela, el santo de Chávez Ravine

El beisbol es el más sofisticado manifiesto del absurdo, el azar revestido de geometría.
No hay otra forma de explicar cómo, después de una temporada impecable en 1980, la apertura de Jerry Reuss en el Juego Inaugural de los Dodgers en 1981, se vio arruinada un día antes por algo tan trivial como el tirón muscular que sufrió mientras atrapaba elevados en el entrenamiento.
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Detrás de él, el segundo brazo en la jerarquía, Burt Hooton, quedó fuera por la dolencia —bastante menos heroica— de una uña encarnada. El beisbol, siempre dispuesto a desmontar las jerarquías con un guiño cruel, conspiraba para entregarle el Opening Day de 1981 a un completo desconocido.
Tommy Lasorda, taumaturgo del dugout y apóstol de la improvisación, eligió a un joven mexicano de veinte años, regordete, de cabello negro y rebelde —cuya gorra parecía no resistir el espesor de su melena—, para subirse al montículo en la apertura más importante de la temporada.
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Fernando Valenzuela, que al fin de cuentas ya había lanzado su bullpen aquella mañana y además acumulaba una decena de apariciones como relevista la temporada anterior, se preparó sin demasiados aspavientos para ocupar la loma como abridor por primera vez.
Sus movimientos eran un enigma: una pausa deliberada antes del lanzamiento, coronada por una mirada de éxtasis al cielo azul de Los Ángeles, como los santos solían hacerlo en los lienzos renacentistas.
El joven provenía de Etchohuaquila, un pequeño pueblo de Navojoa, Sonora —que con dificultad llegará a mil habitantes— donde no existían multitudes, ni el asfalto y los jardines del campo de beisbol se delimitaban con llantas enterradas en el polvo. Un lugar al que solo sabe llegar quien lo conoce. Ahora, estaba parado frente a más de 50 mil almas en el Dodger Stadium, en el propio parto de su mito.
Su presencia en el diamante fue, en sí mismo, un acto de justicia poética sobre un territorio mancillado por la avaricia.
La herida comenzó a abrirse en 1949, cuando la recién promulgada Ley Federal de Vivienda prometió erradicar los barrios deteriorados para construir hogares dignos en Los Ángeles. Chávez Ravine, una colina habitada por 1800 familias mexicano-americanas de clase trabajadora que ya cargaban con el estigma de su origen, fue elegida como terreno del proyecto Elysian Park Heights.
Los vecinos aceptaron vender sus hogares —a menudo por cantidades absurdas— y marcharse con la esperanza de regresar a casas nuevas levantadas sobre la misma tierra. No sabían, sin embargo, que el progreso rara vez tiene memoria. Fuera de esa colina eran rechazados y discriminados por los dueños blancos que no le rentaban a mexicanos; dentro de ella, el gobierno les pedía paciencia mientras la maquinaria del olvido avanzaba. Creyeron irse por un sueño y solo estaban siendo borrados del mapa.
Color shot of Chavez Ravine being shaped in order to build Dodger Stadium, ca. 1960. #Dodgers pic.twitter.com/EHOfPiOx8m
— MLB Cathedrals (@MLBcathedrals) December 14, 2021
La política cambió de rumbo. En pleno clima de persecución ideológica, el principal impulsor del proyecto, Frank Wilkinson, fue acusado de comunista y encarcelado. El plan de vivienda pública se vino abajo y el terreno —desnudo, enmudecido— permaneció vacío durante años, como la evidencia de una promesa deshecha. Fue así hasta que, en 1957, la ciudad vendió la tierra a Walter O’Malley, dueño de los Dodgers recién llegados de Brooklyn, quien buscaba un sitio donde levantar su estadio.
Lo que alguna vez se ofreció como un bien público terminó convertido en negocio privado.
Los hogares se habían perdido en nombre del progreso, y sobre sus ruinas se erigiría el nuevo templo del beisbol. Los pocos que se quedaron e intentaron resistir, aferrados a la tierra que había sido de sus padres, fueron desalojados con violencia por los alguaciles del condado de Los Ángeles en mayo de 1959, mientras las maquinarias, impasibles, demolían sus hogares frente a sus ojos.
Así fue como nació el Dodger Stadium, como un trofeo del despojo, un monumento que separó al equipo de la gente cuya historia y lengua latían bajo su césped.
Pero aquella tarde, sobre la misma tierra profanada, un muchacho de Sonora lanzó la primera pelota de su vida grande y comenzó sin saberlo la reconciliación colectiva entre México y los Dodgers.
Ese 9 de abril de 1981 Fernando blanqueó a los Astros de Houston y permitió solo 5 imparables. Lo que vino después le pertenece al terreno de lo improbable. Una racha de ocho victorias consecutivas, siete juegos completos, cinco blanqueadas, una efectividad mínima de 0.50. En mayo, su rostro llenó la portada de Sports Illustrated con un titular digno de su leyenda, “UNREAL!”. Los estadounidenses lo llamaron Fernandomania; los latinos simplemente dijeron su nombre.
Lo que había comenzado como un accidente en la rotación se convirtió en un fenómeno cultural. Desde entonces el Dodger Stadium se transformó en una catedral latina, consagrada al santo que desde el centro del diamante veía continuamente hacía el cielo.
Su histórica temporada de 1981 culminó con los Dodgers campeones de la Serie Mundial y con Fernando siendo nombrado Novato del Año y Cy Young de la Liga Nacional, una hazaña sin precedentes en el beisbol de Grandes Ligas. Décadas después, su número 34 sería retirado por los Dodgers, una excepción a las reglas de la organización, que reservaba ese honor a los miembros del Salón de la Fama.
El montículo del viejo Chávez Ravine mantiene viva la anomalía que "El Toro" de Etchohuaquila encarnó, la de un hombre que miró al cielo y obligó a una ciudad entera a mirar con él. Y un año después de su muerte, aún es la respuesta luminosa a las preguntas más absurdas del azar, ¿por qué justo él, por qué justo ese día, por qué justo en esa tierra? Quizá porque solo un hijo de México podía reconciliar a Los Ángeles con su propio corazón.
