La Batalla de los Sexos: Sabalenka, Kyrgios y el límite del espectáculo

Este domingo en el corazón de Dubai, donde el desierto se rinde ante la opulencia de la arquitectura imposible, el tenis se despojó de su dogma para ensayar una suerte de taxonomía del espectáculo, una puesta en escena de la ambición comercial envuelta en el celofán de la nostalgia sociopolítica.
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Aryna Sabalenka, una mujer que golpea la pelota como nadie, la número uno del mundo y ganadora de dos Grand Slams en 2025, emergió de las gradas con una gabardina brillante, un fulgor plateado que desafiaba la sobriedad del atletismo tradicional.
Al otro lado de la red, Nick Kyrgios, el eterno enfant terrible del circuito, el hombre que posee el talento de un semidiós y la disciplina de un diletante, hizo su entrada montado sobre un camello.
And that's all she wrote!
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Nick Kyrgios defeats Aryna Sabalenka to win the Battle of the Sexes 👏 pic.twitter.com/9Yysdt6F5V
Bajo el rótulo de una nueva Batalla de los Sexos, ambos tenistas se disponían a reeditar una narrativa que, en 1973, cambió el pulso de la historia, pero que en esta gélida noche de diciembre parecía más una paráfrasis de la industria del entretenimiento que una cruzada por la equidad.
Lo que ocurrió después —un 6-3 y 6-3 a favor del australiano— fue el resultado de una ingeniería de la paridad que, en su intento de nivelar el terreno, terminó por subrayar las asimetrías que pretendía disolver.
Tras analizar datos biomecánicos que establecen que las jugadoras de élite se desplazan, en promedio, un 9% más lento que sus homólogos masculinos, la agencia Evolve —arquitecta del evento y representante de Kyrgios y Sabalenka— decidió encoger la mitad de la pista defendida por la bielorrusa. Una concesión geométrica a la biología que transformó la cancha en un espacio anamórfico, donde la perspectiva del juego se sentía, a ratos, quimérica.
Kyrgios, lastrado por años de lesiones y una inactividad que lo ha hundido en el escalafón profesional hasta la irrelevancia estadística del puesto 672 del ranking ATP, aceptó también la restricción de un solo servicio, una norma que neutralizaba el arma más letal del australiano —esa que suele dejar a los rivales petrificados—, su capacidad para el ace impune.
Sabalenka, fiel a la inercia ganadora de una temporada donde acumuló 59 victorias, exhibió una pulcritud estadística asombrosa al cometer solo un error no forzado en todo el encuentro. Nick, en cambio, lastrado por la inactividad y jadeante bajo el rigor de un físico descuidado, incurrió en seis.
Sabalenka SMOKES the winner past Kyrgios 😮💨 pic.twitter.com/sDvpo3qucj
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Sin embargo, la rotación de bola y el peso del golpeo masculino impusieron su lógica.
Sabalenka fue víctima de la regla del servicio único. Sus cinco faltas de saque se tradujeron en la pérdida inmediata de puntos cruciales, una desventaja insuperable ante un rival que, aunque fuera de forma, conservaba la habilidad de cerrar los puntos con una economía de movimientos que la pista reducida solo servía para acentuar.
La victoria de Kyrgios no debe leerse como un triunfo deportivo, sino como el epílogo de un simulacro. Para el australiano, el evento fue un “stepping stone”, una plataforma para probar su maltrecha rodilla y su muñeca reconstruida antes de intentar un retorno serio al circuito profesional en 2026.
Para Sabalenka, la derrota fue una anécdota aceptada con una pragmática falta de pudor. La bielorrusa bailó durante los tiempos muertos estratégicos y se permitió bromear con un oponente que, semanas antes, había asegurado con suficiencia que no necesitaría jugar al cien por ciento para batirla.
Esta ligereza en el trato del resultado subraya la diferencia fundamental entre el presente y el hito fundacional de 1973.
Cuando Billie Jean King derrotó a Bobby Riggs en el Houston Astrodome el tenis era un campo de batalla por la validación existencial de la mujer en el deporte. Riggs, un hombre de 55 años —dueño de un apetito voraz por la notoriedad y las apuestas— encarnaba un machismo performativo que buscaba demostrar la inferioridad de la mujer.
King aceptó el reto bajo una presión que ella misma calificó como capaz de retrasar el progreso femenino medio siglo en caso de derrota. Su victoria en tres sets directos —6-4, 6-3, 6-3— fue una demostración de la capacidad competitiva femenina y un catalizador para la paridad de premios en el US Open.
Billie Jean King, a sus ochenta y dos años, fue tajante al señalar que la única similitud entre su gesta y el duelo de Dubái es que los protagonistas son de sexos opuestos. “La nuestra trataba sobre el cambio social; esta no”, dijo.
La despolitización del encuentro generó un cisma de opiniones entre los especialistas. Críticas como Catherine Whitaker han calificado el evento como una maniobra que, al otorgar una plataforma a Kyrgios —un jugador con antecedentes legales por agresión y un historial de comentarios misóginos—, valida involuntariamente el menosprecio hacia el tenis femenino.
El riesgo, claro, es que la victoria de un hombre fuera de forma sobre la mejor jugadora del planeta sea utilizada como munición por los sectores reaccionarios para cuestionar la calidad del circuito WTA.
Al aceptar una pista nueve por ciento menor, Sabalenka aceptó también la narrativa de la insuficiencia física, un condición que Riggs habría explotado con sarcasmo y que King evitó en 1973 al exigir que se jugara bajo las reglas masculinas de cinco sets para no dejar margen a las excusas.
La victoria de Kyrgios en Dubái es un dato menor en la historia del tenis, pero uno que confirma que el tenis femenil ya no necesita ganar estos duelos para ser relevante.
La verdadera igualdad no reside en que Sabalenka venza a Kyrgios en una pista de dimensiones distorsionadas, sino en que pueda perder contra él en un evento de exhibición y seguir siendo la cara de un deporte que genera millones de dólares por sus propios méritos.
