Jannik Sinner, el príncipe de hielo en la Catedral del Tenis

Jannik Sinner tiene un carácter deliberadamente opaco, una impasibilidad que desorienta y fascina por igual. La severidad de su semblante —tantas veces interpretada como desdén—, se comprende mejor cuando se rastrea hasta su cuna: es más alpino que italiano.
En el confín septentrional de Italia, a poco más de 5 kilómetros de la frontera con Austria, está San Candido —Innichen, en alemán, su lengua más hablada— un pueblo del Tirol del Sur con tres mil habitantes que perteneció al imperio Austrohúngaro y que, a principios del siglo pasado, después de la Primera Guerra Mundial, devino en italiano por los caprichos del Tratado de Saint-Germain-en-Laye.
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De esta tierra ambigua emerge el carácter de Jannik, el impecable Campeón de Wimbledon 2025: la sobriedad germánica y un sentido del deber tan inflexible como las nevadas rocas dolomíticas de los Alpes italianos.
El clima de San Candido no conoce la indulgencia meridional. Los inviernos son largos y obstinados, despojados de la calidez proverbial de la Italia mediterránea. Jannik creció en Talschlusshütte, un resort de esquí en Sesto ubicado a 20 minutos de San Candido, donde su padre era chef y su madre camarera. Quizá por eso Jannik eligió, en un primer impulso, esquiar antes que jugar tenis.
Entre los 8 y 12 años se destacó como uno de los mejores esquiadores juveniles de Italia, coronándose como campeón nacional juvenil de esquí en eslalon gigante cuando tenía unos 7 u 8 años. Sin embargo, aquel mundo, por hermoso y exigente que fuera, no le permitía margen para el error. Fue, finalmente, por consejo de su padre que decidió canalizar su talento y disciplina hacia el tenis.
“La razón por la que elegí el tenis fue que en él se pueden cometer errores. Se pueden perder puntos, pero aun así se puede ganar el partido. En el esquí, si cometes un error, un gran error, no puedes ganar”, le dijo Sinner a Vogue en 2024.
A los trece años, el tenis se reveló como un acto de autoconocimiento casi ascético. El joven abandonó el silencio de las montañas de su infancia y decidió abrazar la lógica implacable de las canchas. Partió solitario hacia Bordighera, sobre la riviera italiana, al Centro Piatti Tennis Team, un enclave de exigencia y formación del legendario Riccardo Piatti.
Bajo la rigurosa tutela de sus entrenadores, su tenis adquirió nuevas dimensiones. Si bien en sus inicios no se destacó por su destreza natural, fueron su ética inquebrantable, su temple imperturbable y su voraz ansia de aprendizaje, los verdaderos artífices de sus distinción.
Su metamorfosis no fue fruto del fulgor arrebatado del genio innato ni las efímeras llamaradas de destreza espontánea. Su identidad deportiva se forjó en la réplica constante y rigurosa del gesto y la búsqueda implacable de la pureza técnica. Fue así que Jannik comenzó a gobernar las canchas con la solemnidad inquebrantable de un destino anunciado.
El 28 de enero de 2024 conquistó su primer Grand Slam, el Abierto de Australia. Su victoria ante Novak Djokovic en las semifinales del torneo —titán consumado y férreo defensor del cetro—, fue, finalmente, la fractura de un orden establecido. En la final, doblegado por el peso de los dos primeros sets frente a Daniil Medvédev, se rehusó a ceder ante la derrota. Lo que siguió fue una reversión épica del destino: una sucesión de golpes calculados que, con voluntad indómita, tejió desde el abismo hacia la cima.
Meses después, con un par de derrotas ante Alcaraz de por medio, venció a Taylor Fritz para proclamarse Campeón del US Open 2024 y revalidó su título en el Australian Open en 2025.
Y sin embargo, incluso en trayectorias tan meticulosamente construidas, el azar sabe filtrar su sombra. Un control antidopaje a Sinner reveló rastros de clostebol, sustancia prohibida, en su organismo, quebrando la ilusión de invulnerabilidad. El relato de su defensa fue que se trató de una cadena de casualidades: su fisioterapeuta, Giacomo Naldi, se había aplicado en la mano un spray de venta libre llamado Trofodermin, para curar un corte menor. Poco después, al efectuarle masajes sin el resguardo de los guantes, Naldi habría traspasado, de forma inadvertida, residuos mínimos de la sustancia a la piel de Jannik.
La explicación, sin embargo, no disipó la tormenta mediática ni el silencio impuesto por la suspensión que se extendió por tres meses, del 9 de febrero al 4 de mayo de este año.
Por si fuera poco, tras regresar de la sanción, el calendario le tenía reservado un nuevo tormento en Roland Garros. Se encontró, nuevamente, con Carlos Alcaraz, su antagonista por naturaleza, el murciano aclamado heredero legítimo de Rafael Nadal, del fuego y la arcilla. Fue una batalla cruenta y bellísima. En París, Sinner desaprovechó tres match points solo para ver cómo, lentamente, la victoria se escurría por sus dedos entumecidos después de cinco horas y 29 minutos de puro suplicio.
En el amargo epílogo del duelo, mientras el español sonreía a diestras y siniestras al público, sus ojos —de un marrón verdoso, densos como el musgo húmedo de la penumbra alpina—, célebres por su frialdad mineral, lloraban con la rabia hirviente de la derrota. Parecían evocar la mirada del propio Lucifer en la pintura de Alexandre Cabanel, L’Ange Déchu (El Ángel Caído).
35 días después, el Centre Court de Wimbledon se ofreció como escenario de su redención. En el sacro pasto londinense —y el aroma inconfundible de las fresas con crema—, donde Alcaraz estaba invicto y se erguía como nuevo monarca del milenio, Sinner ejecutó su venganza con la frialdad de un auténtico alpino. Cuatro sets —4-6, 6-4, 6-4 y 6-4— de un ritmo devastador que Alcaraz nunca pudo descifrar: geometría rigurosa, cálculo inflexible y la negativa obstinada a conceder nada gratuito. “Desde el fondo de la pista es mejor que yo, es mucho mejor que yo, mucho mejor que yo”, dijo el murciano en medio del enfrentamiento.
Y cómo no serlo, cuando, según su entrenador, Jannik ve más partidos de Alcaraz que de cualquier otro tenista.
Hay en Jannik Sinner una apariencia engañosamente frágil: es alto y delgado, casi filiforme. La cabellera, indócil como él mismo, castaña con vocación rojiza, le valió en la escuela el apodo de The Fox (El Zorro). Su rostro — de rasgos filosos, piel pálida, pecas dispersas, mirada glacial— parece negarse al gesto superfluo. En un circuito que premia el histrionismo y que está dominado por incendiarios del público y encantadores de cámaras —como Alcaraz y su sonrisa—, hay algo de anacrónico en el porte de Jannik que irrita y fascina a partes iguales.
Esa frialdad —dicen algunos— es la herencia de su tierra, de sus montañas, de ese pasado austriaco.
Jannik es un jugador que no sonríe, que no grita, que no se ofrece a la idolatría de las masas. Pero su reciente consagración en Wimbledon —como el primer tenista italiano en ganarlo— demuestra que la victoria, a veces, elige caminos insospechados; que incluso la hierba británica —tan amante del decoro— puede rendirse ante la exactitud gélida de un hombre hierático forjado en las sombras del Tirol.
No gritó. No lloró. Solo cerró los ojos, se arrodilló y exhaló. Fue su versión del éxtasis.
