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Alguna vez le peguntaron a Maradona quien era el mejor del mundo allá por 1984 y contestó Jorge Alberto González Barillas. Le apodaban el “Mágico”, el mejor jugador de la historia centroamericana.

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Reconozco que no soy un santo, que me gusta la noche y que las ganas de juerga no me las quita ni mi madre. Sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme”.

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El salvadoreño siempre tuvo la gracia de los niños cuando empiezan a jugar a la pelota. El esférico ha sido su compañera fiel a lo largo de su vida. Su confidente máximo, el único juguete atesorado con el que hacia malabares para la diversión no solo del protagonista, sino de todos los presentes que presenciaban su manera de levitarse sobre el campo de juego. Demás está decir que sus recursos técnicos eran signos de un prodigio, que nunca le interesó el estrellato, sino jugar como una forma de esparcimiento de una tarde para la alegría de la gente. Tuvo la oportunidad de fichar por un equipo poderoso como el Barcelona, pero prefirió la simpleza y comodidad de su club Cádiz, ya que en palabras suyas, un club grande “era demasiado compromiso”. Su honestidad brutal, su mayor virtud. 

Llegó a la ciudad andaluza después del Mundial de España 1982, cuando logró clasificar a la selección de El Salvador a su segunda competición mundialista, luego de su primera participación en México 1970. “Elegí Cádiz por mi forma de pensar, por mi filosofía. Era un club pequeño, pero grande para todos los cadistas”. Es ídolo en el submarino amarillo, donde jugó en dos etapas (1982-1984 y 1986-1991) disputando ocho temporadas, seis en La Liga y dos en Segunda división. 

Las anécdotas del Mágico abundan. En el libro “22 Locos”, que repasa los futbolistas más fascinantes de la historia, le dedica un capítulo al crack salvadoreño, en el sentido extenso de la palabra. Porque no lo fue solo en la cancha, sino afuera de ella. “Él tenía una excusa para explicar esa incapacidad de levantarse a tiempo, la diferencia horaria entre su hogar natal y España. El Mágico sufrió el jet lag más largo de todos los tiempos”. En otro de los pasajes, rememora una definición hacia su persona que dio Héctor Veira, que lo dirigió en su último año en la institución, como un “vago hermoso”.

En julio del año pasado, González regresó al club gaditano después de 17 largos años de su última visita a la ciudad, para ser homenajeado en el marco de su 60 cumpleaños, colocando uno de los accesos al estadio Ramón de Carranza su nombre. 

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Un cadista escribe: "Y se fue llorando de Carranza pensando en que quizás sería la última vez, pero lo que no sabe es que en realidad nunca se fue, siempre estará en Carranza”.

Indisciplinado, pero con un talento inigualable, la irreverencia en todos sus ámbitos de la vida fue su bendición y maldición: lo tuvo todo en bandeja y no lo quiso. Capaz, porque siempre tuvo la anuencia del único amor que le importó, la pelota.